viernes, 30 de marzo de 2012

Leache VII: la casa de la Visi, nuestra casa y algunos detalles



Concluyo este primer recuerdo merecido hacia Leache-Leatxe, que siempre he considerado como el pueblo de mis orígenes. Nuestra casa, la blanca con una franja gris de cemento, era un antiguo corral que estaba junto a la casa de Valentín Goñi y Nemesia Moriones, justo la que está a la derecha y que ahora es de casa Salaverri. Ese corral lo heredó la Visitación, una de las hermanas de mi abuelo, arregló la casa y allí vivió junto con su hermana Paulina y Félix cuando volvieron de Argentina. La casa pegada a la izquierda era la casa que construyeron mis abuelos y que ahora es de casa Martinillo. La fachada era toda de piedra, y un verano, mientras rabiábamos mi hermano y yo, por no poder ir a la piscina, nos tocó subir calderetas de hormigón arriba y abajo para arreglar el tejado y rebocar toda la fachada.


La puerta sigue siendo la misma que tenía la casa de la Visi, con la gatera semi-tapada para evitar que entren animales en nuestra ausencia. En el frontal de la puerta todavía aguanta un cristo bendiciendo la casa, que tras capas y capas de pintura se disimula sobre un color marrón. Veo la puerta y me parece oír su ruido al abrirse y cerrarse en un no parar en casa. Beatriz me recordaba el otro día pintando la puerta y cantando "Angelitos negros" de Machín, para risa de toda la chiquillería del pueblo, que acudían a esta puerta buscando nuevas aventuras mientras sus padres los echaban de casa para poder tener una siesta tranquilos.

El suelo lo reformó mi padre, en origen eran unas planchas de cemento, en alguna parte se agrietaban y poco a poco se iban levantando, mi padre también colocó escayola en toda la casa, con un esmero y esfuerzo que recuerdo mientras nosotros no le ayudábamos y disfrutábamos entre la piscina, el frontón y el atrio, allí abandonábamos al hombre que llegó a un grado de perfección con las placas digno de elogio, siempre disfrutaba trabajando, no sabía lo que eran unas vacaciones sin hacer nada.


De la planta baja se abrían a la izquierda el corral y al fondo la bodega con los silos para el trigo. En el corral todavía se conservan las paredes de piedra, una encima de otra y arrejuntadas con barro. Mucho tiempo hace que en la casa no hay ni mulas ni gorrinos, pero tengo recuerdos de pequeño cuando veníamos a visitar a la familia de Leache y esa oscuridad y olor especial que desprendía la pocilga y los cerdos, y como me sobrecogía a un niño de ciudad, al ver como se lanzaban a por la comida cuando la Visi les echaba un pozal con patatas malas y peladuras de fruta, asomaban sus morros por fuera y gruñían como locos mientras devoraban la comida en segundos. Todavía sobre alguna pared queda algún azadón que ya hace mucho tiempo dejó de tener un sentido y un fin.


Las escaleras conducen hacia el primer piso, siempre me encantó la baldosa que las cubría, sus colores y el trampantojo de su perspectiva me atraían en un incipiente origen de diseñador. Sobre los peldaños se rematan unas tablas de madera, que en nuestro ímpetu juvenil de subir las escaleras de dos en dos y a ser posible de tres en tres, en más de una ocasión hemos catado con los dientes. Miro las escaleras y me veo bajando como un loco, agarrándome con el brazo derecho a la baranda y haciendo palanca en su parte final conseguía realizar el giro mucho más rápido, aunque se quedaban temblando todas las varillas y en más de una ocasión tambaleaban, no sé ni como aguantan todavía en pie.


En el rellano de las escaleras del primer piso nos espera uno de esos regalos horrorosos que se hacen en el fragor de la juventud para celebrar el día de la madre. Es un plato de cerámica que posa vertical sobre la pared, con un centollo en una base de arenilla y al pie de un mejillón abierto, todo bien colorido y realista, lo miro ahora y me imagino la cara de alegría que se le quedó a la dependienta del Corte Inglés cuando mi hermano y yo lo compramos para regalárselo a mi madre, en un esfuerzo ímprobo tras rascar y rascar de la paga de fin de semana. Mi madre con mucha educación lo aceptó y mostró su alegría, me imagino que más por el detalle que por el regalo en sí mismo, durante un tiempo nos acompañó en la cocina de casa de Zaragoza, pero en cuanto se pudo se le condenó al exilio en la casa de Leache.


En la cocina todavía aguanta la cocina económica de leña de marca Orbegozo, con sus dos fuegos, en invierno todavía la pone a prueba mi padre y sigue tirando con cariño y nostalgia. Su tiro pintado en blanco se camufla con la baldosa y sobre la placa los discos que me hipnotizaban de pequeño cuando veía como mi padre los abría con un gancho metálico e introducía en ellos papel de periódico y astillas para que prendiera rápido el fuego, luego de ellas salía un calor acogedor y de su agujerito pequeño surgían pequeñas llamas de fuego que recordaban lo que pasaba debajo. Sobre ellos mi madre aprovechaba cacerolas y pucheros para mantener la comida caliente.


En el frontal, la puerta que daba acceso a la leña para mantener el fuego caliente, con la medida exacta para los tronchos de madera que salen de partir un tronco mediano en cuatro partes. Debajo la puertecilla en la que se iba recogiendo la ceniza, era lo que mis padres nos permitían hacer de pequeños, con una pala a medida rascábamos hasta el fondo, para limpiar bien los restos que quedaban de la madera carbonizada. Todas las mañanas, con el frío en el cuerpo era todo un rito ver a mi padre preparando ese fuego vestido con capas y capas de ropa en una casa que se enfriaba tan rápido como se calentaba.


A la derecha aguardaba el horno, con su capa de pintura plata reluciente, no recuerdo de usarlo nunca, pero la Visi si que le tenía tomada la medida y cuando éramos pequeños nos hacía un bizcocho que nos sabía a gloria, recuerdo que además nos preparaban relleno frito en rodajas con tomate casero natural, el relleno es un producto que se hace en la zona a base de huevos con arroz y especias y que se embute como si fuera una morcilla, curada queda de un color amarillo y sabe exquisita. Félix que no tenía gaseosa y de pequeños nos daba rabia, nos decía que en Argentina tenían otra cosa, que eran los "polvos de Birbiloco", que no era otra cosa que los sobres de gaseosa "Tigre" y que veíamos como los echaba sobre el agua y producía un producto como la gaseosa, nos imponía tanto el resultado mágico que dudábamos hasta de probarlo.


En uno de los laterales todavía guarda su marca, semioculta, entre tanta mano de pintura para ocultar el óxido y el paso del tiempo, y reza: "Nº7 Tipo Bilbao E. Orbegozo, Zumárraga". La fábrica de Esteban Orbegozo desde los años 30 del siglo XX suministraba cocinas a casi todas las casas del norte español, pasando del puchero en la chimenea al puchero sobre la placa, un claro antecesor de nuestras cocinas modernas. Parece mentira, pero la cocina económica o de leña todavía sigue ahí, recordándome los quemazos que me llevaba, cuando con torpeza la tocaba, y ella me avisaba de esta forma que estaba allí y que era intocable.


Al fondo, en un hueco sacado a la pared, todavía aguanta la despensa, con su pestillo de madera, todavía más al fondo se puede ver la puerta de la fresquera, el frigorífico de otros tiempos. En la despensa ahora reposan los productos de primera necesidad que mi madre amontona, por si aparecemos y queremos comer algo, allí se van acumulando alimentos, que con el paso del tiempo, algunos se convierten en verdaderas joyas culinarias. Sobre los laterales todavía aguantan algunas puntas donde se colgaban los embutidos que curados en el alto, se iban trayendo aquí para su consumo diario.


Si salimos de la cocina se abre otra puerta hacia lo que llamamos "el cuarto de la teja", en el que las tejas siempre nos han dado mucho mal, todo sea dicho de paso, por las goteras y el viento, no hace mucho tuvimos que arreglarlo ya que las lluvias habían conseguido abrirse paso en su techumbre de madera. El cuarto de la teja es un cuarto oscuro, con una luz que entra desde una claraboya artesanal, y que en la oscuridad se alumbraba con una bombilla de 25 watios que daba al recinto un aire sepulcral y místico. Esa luz se encendía desde la puerta con uno de esos interruptores antiguos en los que se giraba una palometa para hacer el contacto, y allí sigue todavía, activando, ahora con una bombilla de más voltaje, la luz del cuarto de la teja.


Sobre una de las paredes, de piedra en unos lados y de adobe en otros, ligeramente rebocada y encalada, la Visitación apuntaba el día que sus gallinas ponían, y lo hacía escribiendo en el trozo blanco así: "anpuesto el 27 de Mayo" tal y como se puede apreciar en la imagen. Todavía la pared guarda los secretos más íntimos de las gallinas y la falta de escuela en aquellas mujeres de entonces que tenían el día copado con unas tareas domésticas muy laboriosas y sacando tiempo para ayudar en el campo, pese a ello, tanto a la Visi, como la Paulina, las recuerdo en una mesa redonda que todavía sigue en la cocina, con un brasero debajo, la toquilla sobre los hombros, en una de sus manos un misal y en la otra un rosario de piedras negras, que cuidadosamente repasaban con los dedos sin perder ninguna cuenta.


En una de las habitaciones todavía perdura un antiguo lavabo, el lugar que debía de ocupar el cántaro con agua, lo ocupa unas flores de esas de plástico, que tanto le gustan a mi madre por no tener que regarlas nunca, pero hay que reconocer que no envejecen con decoro. A su lado un jarrón, estratégicamente girado para no ver el destrozo que de niños hicimos con él, en alguna de nuestras correrías, haciendo que le falte parte de su boca. Ahora el lavabo antiguo se ha convertido en un contenedor de objetos y en un curioso objeto que persiste al paso del tiempo. La tarima de madera es la original de la casa, abrillantada y barnizada en exceso para parecer más moderna, ya que su tono original lo recuerdo más mate y apagado.


Si subimos hacia el piso superior, las escaleras se tornan de madera, con una carpintería cuidada y con peldaños pulidos por el tiempo. Subir a este piso de pequeño, siempre me producía cierta curiosidad, como la que siempre me han producido los altos de las casas, en Leache éstas parecían conducir hacia un pasado reciente pero lleno de misterio. En el descansillo ya se dejaban ver un antiguo baúl de madera y a la derecha un taquillón de madera robusta, cruelmente tratado por el tiempo, de cajones imposibles y recovecos misteriosos, forrado en su base con papeles que esconden recibos de uva entregada por mi bisabuelo y que oculta tras de sí, un escondite que llevaba al altillo de la habitación, cuyo motivo o uso nunca he podido descubrir.


El arcón baúl aguanta solitario sobre la tarima de madera, es uno de los baúles que Paulina y Félix trajeron desde su emigración a Argentina, desconozco si fueron los que ya emplearon para salir desde su Leache natal. Félix era de casa Bernabe y se casó con Paulina, hermana de mi abuelo y de la Visi, en aquellos tiempos en que muchos españoles emprendían las Américas en busca de fortuna, se emplazaron en un viaje a Buenos Aires en busca de algo mejor, y allí marcharon los dos, el con su corpachón y esa risa socarrona, ella con su delgadez y sus misales, aquello no debió de ser lo que esperaban y pasado los años y el intento, volvieron a su Leache, recordando Félix en innumerables ocasiones aquella ciudad tan grande que era el Distrito Federal de Buenos Aires y que como siempre repetía, hasta los astronautas la veían por la noche de las luces que tenía, y nosotros como niños nos quedábamos obnubilados escuchándole y mirando su pequeña boina y ese curioso grano con pelos que le surgía de una mejilla.


A la izquierda se abre una puerta, decapada por el tiempo, abandonada a múltiples capas de mala pintura, con cerrojos antiguos que no se han eliminado todavía por no dejar su huella, y con otros que curiosos perduran en su forma y ruido. Cuando entras en estas estancias hasta los pasos marcan un ruido diferente, entre cabeceros de forja viejos amontonados, cubos para las goteras y en tiempos algún somier de los de muelles incorporados, se abre el altillo, cubierto de vigas de madera en cruces imposibles, que atestiguan la improvisación de la construcción de la casa, aprovechando maderas antiguas y reutilizando todo lo que se podía.


A la derecha de esta habitación se abre el palomar, al que se accede tras un pequeño escalón. El cuarto es oscuro y todo se recrea entre sombras y luces robadas. En sus paredes, techos y suelos se puede apreciar el paso del tiempo, desde paredes de adobe hasta ladrillos que han conseguido levantar la estancia hasta una altura más propicia para las aguas vertidas. Al fondo se acumulan mesas viejas, cedazos, botijos y jarrones de barro que acompañan a otro de los baúles que llegaron del otro lado del mar.


Junto al baúl, y sobre la madera carcomida de la mesa se aposenta una vieja plancha de hierro que se calentaba entre brasas y ayudaba a la Visi y a la Paulina a alisar sus vestidos negros estampados de figuras geométricas, pequeñas y repetitivas, cuyo color más claro era un gris oscuro. A su lado pesas de antiguas romanas, un jarrón infiltrado con alto relieves egípcios que delata su origen urbano, acompañando a los cántaros y tinajas de barro que en algunos casos se usaban para conservar lomo o costilla de cerdo en aceite.


Sobre el otro frontal se puede apreciar el escalón, la gastada tarima del suelo y la pared de adobe con una viga negra, por un incendio que sufrió la casa de un antiguo horno de leña, y sobre ella los ladrillos modernos que aseguran un tejado semi-arreglado del que huecos dejan entrar la luz. Ahora esta habitación está recogida y limpia, pero cuando éramos pequeños por sus paredes se amontonaban las cosas viejas y en desuso, y tapadas con sabanas viejas que se alumbraban por una bombilla de muy bajo voltaje, daban al cuarto un aspecto tan oscuro y siniestro como el del cuarto de la teja.


Y allí queda en esta, mi última entrega de momento hasta mi próxima visita a Leache, nuestra casa, en la mitad de la calle Mayor, en una ligera cuesta que nos conduce hasta casa de Orden y el frontón iglesia, de frente al antiguo corral de Lucio, recibiendo el sol de la mañana, arropada entre recuerdos de otros tiempos, de paredes que se sacan historias a cuentagotas, y con recovecos y cosas curiosas que me llevan a otros tiempos de infancia y juventud. Leache-Leatxe, un pueblo que nunca he olvidado y del que siempre llevo muchas cosas dentro, y para sus gentes, mis amigos de ayer y todos los que siempre te responden con un saludo familiar, gracias por haberme dejado vivir tan buenos momentos con vosotros. Gora Leatxe Taldea.

jueves, 29 de marzo de 2012

Leache VI: a la muerte vas caminando



Aunque suene un poco mal, siento predilección por los cementerios de los pueblos, y el de Leache no es menos, está lleno de historia, de tiempo retenido entre verjas oxidadas y hierbas que nacen indisciplinadas al compás de un muro que ha visto pasar miles de historias tristes sin aparente consuelo.


Al cementerio se accede remontando la carretera, pasando por las tres cruces y tras una agradecida cuesta abajo un camino se abre a la izquierda, justo en frente del antiguo campo de fútbol que tantas carreras nos ha visto hacer de un lado para otro. Se sube ese caminito y enseguida se llega al cementerio, desde allí se divisa perfectamente el pueblo, con la torre de la iglesia como máximo estandarte y casas con paredes encaladas que refulgen entre los verdes árboles.


A la izquierda se intuye la carretera por los árboles que la circundan, hasta un poco de Aibar se intuye en el fondo. A la derecha un camino se abre hacia el monte y conduce a la ermita blanca que en la cima siempre espera a un día de mitad de agosto para que todo el pueblo de Leache y todos los que estamos fuera le hagamos una visita y apreciemos unas buenas costillas de cordero al fuego de una brasa de sarmientos.


Sobre la puerta de entrada, un dintel con una cruz en el centro y dos puntas de lanza mira con intimidación a cualquier visitante, en la cruz reza la siguiente leyenda: "Tu que me estás mirando. A la muerte (b)vas caminando", el año no se ve con claridad, podría ser 1833 ó 1883.


Pasado el trago de la entrada un escenario de cruces que surgen desde el suelo como si fueran flores me espera, a diferencia de otros cementerios en los que las lápidas marcan el territorio del ataud, en el cementerio de Leache tan sólo hay 3 ó 4 tumbas con lápidas y frentes, dos de ellas las de mis abuelos, somos unos insurrectos que dirían en Leache.


Sobre la pared descansan frentes de formas curiosas, este con una forma cilíndrica con dos picos en la parte inferior, reza con el siguiente texto: "El día 20 de septiembre subió a la gloria el niño Domingo Ayesa (Ayeta) (Aveta) el año 1825. RIP". Una hornacina cuadrada parecía albergar alguna decoración que ya no ha llegado a nuestros tiempos.


Diseminadas por todo el cementerio se encuentran diferentes cruces de hierro oxidadas, algunas soldadas y acabadas sin mucho arte, y con gran pena han desaparecido los textos que indicaban al morador de la tumba, sin quererlo puedo estar viendo la cruz de algún antepasado mío y ni tan siquiera saberlo.


Un poco más adelante a otra cruz, igualmente oxidada, le sucede lo mismo, en este caso sobre los braceros de la cruz surgen unas volutas como si fuera una reja, a sus pies el suelo quebradizo por la falta de lluvias no marca tumba alguna si no fuera por su cruz.


Más al fondo, donde el suelo se hace más irregular otra cruz roñosa del paso del tiempo se inclina hacia el suelo, cansada y agotada, con el dueño también olvidado y sin nadie que por Todos los Santos le traiga un ramillete de flores, a no ser de las que surgen silvestres de la naturaleza agradecida.


Ya entre las matas que se crían a la sombra de la tapia otra cruz surge de las sombras, también se decae sin rubor, y por la forma de su chapa y la inclinación hasta parece una calavera con sus dos tibias.


Con un poco más de lujo esta cruz de hierro fundido partida en su crucero, sobre la piedra que hormigonada sostiene al ángel, que triste y sólo se ha quedado cuidando de una tumba en la que es difícil imaginar la causa de tal destrozo y a nadie le gustaría pensar que es fruto de una gamberrada.


En uno de los laterales me topo con la cruz de un Goñi, antepasado mío seguro, así dice en la placa: "Fortunato Goñi Aguerri. Fallecido el 23 de enero de 1967 a los 83 años de edad". Curiosamente nació el mismo día y el mismo año en que nacía otro Goñi, mi hermano Alfonso. Fortunato, Arregui según mi madre, vivía con su hermana Juana en la que casa que tienen ahora los de Salaverri en la plaza del pueblo, y era primo o primo segundo de mi abuelo.


En uno de los lados se encuentra esta cruz de piedra con dos Goñis tallados dice así: "Fallecieron Victoriano Goñi e Inocencia Goñi. Edades 62 y 27. RIP". Según la memoria de mi madre, que a veces es tan turbia como la mía, Victoriano era de casa el Cantero, la de al lado de casa Sorraco, y entre otras cosas tallaban las piedras para las lápidas funerarias, y se nota en lo trabajada de la cruz. Hijo de Victoriano fue José Goñi que era albañil y tuvo varios hijos entre ellos Agustín, la Ascen, la Ino (en claro recuerdo a la Inocencia de la cruz de piedra) y la Tere que trabajó de sirvienta en casa Doncel.



Un poco más allá había otra tumba de otro Goñi, que dice: "José Goñi Aranguren, falleció el 2 de diciembre de 1966 a la edad de 68 años. Su esposa e hijos le dedican este recuerdo". Tal vez sea el hijo de Victoriano Goñi, pero mi madre no lo recordaba.

(10/06/2016: Gracias a María Antonia Garralda que me confirma que José Goñi Aranguren nacido el 26 de mayo de 1898 en Leache era hijo de Victoriano Goñi Aguirre y Simona Aranguren Garralda, también de Leache)


Otras lápidas se adosan a la pared mimetizándose con su entorno y las lluvias y el viento se han encargado de borrar las marcas que un cantero labró para que un nombre jamás se borrara en el recuerdo, pero parece ser que no lo consiguió, hasta en esta han quedado a la luz los hierros que soportaban la cruz sobre la piedra.


Sobre la tapia en el fondo otra cruz, altiva, dice: "Aquí te aguardo. Año 1901". Se encuentra en contraposición con la de la puerta de entrada y entre las dos parece que te encierran en un trampa de la que no se puede salir.


Así es el cementerio de Leache, con sus cruces dispersas por todo su área y las tumbas de mis abuelos a la izquierda como ya os conté en otro post, el uno frente al otro, con dos tumbas iguales, pero con diferencia en el tiempo, mi abuela vivió el entierro de su joven marido acompañada de sus tres hijos y de un pueblo que vivía una cruda posguerra, nosotros vivimos el entierro de mi abuela y la nueva tumba de mi abuelo.


Vuelvo mis pasos de nuevo a la entrada, dejando atrás las tumbas que reflejan el pasado de un pueblo, resumido en diferentes casas que poco a poco se iban mezclando unas con otras. Abandono el cementerio un poco impresionado y emocionado, y tras mis pasos recuerdo la frase que me recibía al entrar: "Tú que me estás mirando, a la muerte vas caminando".

miércoles, 28 de marzo de 2012

Leache V: la fuente vieja



Casi todos los días después de comer y para soportar el sol de agosto que caía de justicia en Leache, encaminábamos nuestras bicis al depósito nuevo para darnos un baño y tomar el sol sobre campo recién cosechado que teníamos enfrente. De camino a la izquierda unas ruinas no nos dejaban ver el pasado, era la antigua fuente vieja con el lavadero y el abrevadero,  que por su deterioro se encontraba en ruinas y sólo el buen trabajo de los vecinos ha recuperado la gloria y el trabajo de otros tiempos en los que mi abuela y mi madre acudían a lavar la ropa o bien para tomar agua para las diferentes tareas domésticas del día a día.


Así ha quedado la restauración de la Fuente Vieja acometida en auzolan por los vecinos del pueblo, restaurando piedra a piedra de las que quedaban en la actualidad o buscando en las canteras propias de Leache como se hacía antes. La restauración comenzó en el 2008 como se explica Fernando Hualde en su blog, vía Noticias de Navarra, y con diferentes ayudas y la principal que es la propia gente del pueblo han podido levantar la antigua Fuente y hoy dejarla como una pieza artística más.


No se sabe desde cuando data la Fuente Vieja, según la misma fuente, el pozo es anterior al siglo X y la cubierta del mismo data de principios del siglo XIII, y posteriormente se hizo el añadido del lavadero con al pared anti-cierzo y la calzada de piedra, que guiaba a nuestros antepasados y evitaba el barro en los días de lluvia y del propio trajín del agua. En 1868 se acomete su última restauración hasta la actual, se mejoraron los accesos, se aumentó el aska, el pocillo de la fuente y la pared protectora incorporando tres pilares que permitieron hacer una cubierta permanente en el lavadero.


La Fuente Vieja comenzó su declive desde que en 1905 se construyó una Fuente Nueva junto a los huertos de la parte Este del pueblo con un gran abrevadero, esto hizo que el pueblo se repartiera entre las dos fuentes, que bajara el caudal de la Vieja y que definitivamente se le quedara el adjetivo vetusto de "vieja" por el propio hecho de aparecer una "nueva".


En la Fuente Nueva estaba la vieja portada románica que ahora está en uno de los laterales de la iglesia con la placa de los caídos de la guerra civil, que se retiró cuando se eliminó esta fuente al llegar ya el agua corriente a las casas del pueblo y construir en su lugar un gran depósito para el regadío de sus huertas. La Fuente Vieja se cubrió, se tapó, se ocultó y sirvió para almacén de huevos y cubierto para carros de madera y aperos de labranza, por suerte la buena iniciativa de los vecinos de Leache la ha recuperado y muchos podemos ahora recrear aquellos días, que durante siglos, fueron la rutina de nuestras madres, abuelas, bisabuelas, etc…, cosas así me hacen sentir orgulloso de tener por mis venas mucho de Leache-Leatxe.

martes, 27 de marzo de 2012

Leache IV: el frontón que era iglesia



Mientras el pueblo se despereza de la siesta y el silencio, más que nunca, se dejaba acunar por las cigarras y los gorriones revoltosos, después de dar media vuelta al pueblo mi hermano y yo nos encaminábamos al frontón, a dejar que me gane en uno de esos partidos que no acaban hasta que él lo dice, y eso siempre es cuando él gana.


Por detrás de casa de la maestra y de casa la Margarita y Guillermo enfilábamos al frontón, con aquellas raquetas de madera mal tensadas dispuestos a jugar un partido de frontenis, el sol golpea de lujo allí arriba y sobre las paredes retumban raquetazos entre hermanos, uno por ganar, y el otro por pasar el rato.


Siempre supimos que una de las paredes del frontón era la pared de la antigua iglesia de Leache, pero ni sabíamos cuál era, ni se veía la planta como se ve en la actualidad, brabanes y aperos de labranza cubrían la trasera del frontón, todo estaba tapado por matas y hierbas malas, ninguno entonces intuíamos lo que había debajo de ese desbarajuste, lo que sí estoy seguro que cuando hicieron toda la extraordinaria labor de sacar a la luz la planta de la iglesia de San Martín de Tours aparecerían más de una pelota de tenis perdida de algún partido de frontenis entre mi hermano y yo.


Cuando ahora con el tiempo veo la planta me maravillo de la historia que mis ojos no eran capaces de ver y que tenía al alcance de mi mano. Donde jugábamos a raquetazos se encontraba un templo románico edificado a comienzos del siglo XII, en los tiempos de Sancho el Fuerte, en que los caballeros de San Juan tenían un Hospital de Peregrinos en la ruta de peregrinación jacobea que enlazaba con la antigua calzada romana que cruzaba Leache entre Aibar y el valle de Orba.


Tras la construcción de la iglesia de la Asunción, el paso del tiempo, las guerras del XIX y la desamortización de Mendizábal, dejaron el templo en una completa ruina, lo que hizo que en la construcción de diferentes casas del pueblo se reutilizaran arcadas para ventanas y piedras de sillería del antiguo templo, y en la iglesia de la Asunción capiteles y piedras esculpidas se reparten por toda la iglesia, ajenas a su verdadero origen.


En lo que era la pared trasera del templo románico de una única planta y ábside, han colocado en la actualidad una fuente, totalmente dispar al templo, pero que hace justicia en el tremendo puzzle en que se ha convertido finalmente la iglesia de San Martín de Tours de Leache-Leatxe.


Dentro de la planta todavía se conservan algunas figuras que difícilmente se distinguen por la erosión del tiempo, apenas podemos ver más que los restos de lo que ha quedado en el continuo expolio que sufrió esta iglesia, según cita la propia web de Leache, el padre Recondo toma la mayor parte de los sillares de los muros laterales, contrafuertes, jambas de la portada, capiteles y lo que ve de más valor en las ruinas de San Martín para la restauración del castillo de Javier, con la excusa de "su seguridad y conservación".


Por suerte, los que quedaron ocultos o recuperados de la antigua carnicería ahora arropan una planta románica que al menos ha recuperado el recuerdo negado en un siglo XX de bazar de sillares del románico en que se convirtieron las ruinas de la antigua iglesia de San Martín de Tours.

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