Concluyo este primer recuerdo merecido hacia Leache-Leatxe, que siempre he considerado como el pueblo de mis orígenes. Nuestra casa, la blanca con una franja gris de cemento, era un antiguo corral que estaba junto a la casa de Valentín Goñi y Nemesia Moriones, justo la que está a la derecha y que ahora es de casa Salaverri. Ese corral lo heredó la Visitación, una de las hermanas de mi abuelo, arregló la casa y allí vivió junto con su hermana Paulina y Félix cuando volvieron de Argentina. La casa pegada a la izquierda era la casa que construyeron mis abuelos y que ahora es de casa Martinillo. La fachada era toda de piedra, y un verano, mientras rabiábamos mi hermano y yo, por no poder ir a la piscina, nos tocó subir calderetas de hormigón arriba y abajo para arreglar el tejado y rebocar toda la fachada.
La puerta sigue siendo la misma que tenía la casa de la Visi, con la gatera semi-tapada para evitar que entren animales en nuestra ausencia. En el frontal de la puerta todavía aguanta un cristo bendiciendo la casa, que tras capas y capas de pintura se disimula sobre un color marrón. Veo la puerta y me parece oír su ruido al abrirse y cerrarse en un no parar en casa. Beatriz me recordaba el otro día pintando la puerta y cantando "Angelitos negros" de Machín, para risa de toda la chiquillería del pueblo, que acudían a esta puerta buscando nuevas aventuras mientras sus padres los echaban de casa para poder tener una siesta tranquilos.
El suelo lo reformó mi padre, en origen eran unas planchas de cemento, en alguna parte se agrietaban y poco a poco se iban levantando, mi padre también colocó escayola en toda la casa, con un esmero y esfuerzo que recuerdo mientras nosotros no le ayudábamos y disfrutábamos entre la piscina, el frontón y el atrio, allí abandonábamos al hombre que llegó a un grado de perfección con las placas digno de elogio, siempre disfrutaba trabajando, no sabía lo que eran unas vacaciones sin hacer nada.
De la planta baja se abrían a la izquierda el corral y al fondo la bodega con los silos para el trigo. En el corral todavía se conservan las paredes de piedra, una encima de otra y arrejuntadas con barro. Mucho tiempo hace que en la casa no hay ni mulas ni gorrinos, pero tengo recuerdos de pequeño cuando veníamos a visitar a la familia de Leache y esa oscuridad y olor especial que desprendía la pocilga y los cerdos, y como me sobrecogía a un niño de ciudad, al ver como se lanzaban a por la comida cuando la Visi les echaba un pozal con patatas malas y peladuras de fruta, asomaban sus morros por fuera y gruñían como locos mientras devoraban la comida en segundos. Todavía sobre alguna pared queda algún azadón que ya hace mucho tiempo dejó de tener un sentido y un fin.
Las escaleras conducen hacia el primer piso, siempre me encantó la baldosa que las cubría, sus colores y el trampantojo de su perspectiva me atraían en un incipiente origen de diseñador. Sobre los peldaños se rematan unas tablas de madera, que en nuestro ímpetu juvenil de subir las escaleras de dos en dos y a ser posible de tres en tres, en más de una ocasión hemos catado con los dientes. Miro las escaleras y me veo bajando como un loco, agarrándome con el brazo derecho a la baranda y haciendo palanca en su parte final conseguía realizar el giro mucho más rápido, aunque se quedaban temblando todas las varillas y en más de una ocasión tambaleaban, no sé ni como aguantan todavía en pie.
En el rellano de las escaleras del primer piso nos espera uno de esos regalos horrorosos que se hacen en el fragor de la juventud para celebrar el día de la madre. Es un plato de cerámica que posa vertical sobre la pared, con un centollo en una base de arenilla y al pie de un mejillón abierto, todo bien colorido y realista, lo miro ahora y me imagino la cara de alegría que se le quedó a la dependienta del Corte Inglés cuando mi hermano y yo lo compramos para regalárselo a mi madre, en un esfuerzo ímprobo tras rascar y rascar de la paga de fin de semana. Mi madre con mucha educación lo aceptó y mostró su alegría, me imagino que más por el detalle que por el regalo en sí mismo, durante un tiempo nos acompañó en la cocina de casa de Zaragoza, pero en cuanto se pudo se le condenó al exilio en la casa de Leache.
En la cocina todavía aguanta la cocina económica de leña de marca Orbegozo, con sus dos fuegos, en invierno todavía la pone a prueba mi padre y sigue tirando con cariño y nostalgia. Su tiro pintado en blanco se camufla con la baldosa y sobre la placa los discos que me hipnotizaban de pequeño cuando veía como mi padre los abría con un gancho metálico e introducía en ellos papel de periódico y astillas para que prendiera rápido el fuego, luego de ellas salía un calor acogedor y de su agujerito pequeño surgían pequeñas llamas de fuego que recordaban lo que pasaba debajo. Sobre ellos mi madre aprovechaba cacerolas y pucheros para mantener la comida caliente.
En el frontal, la puerta que daba acceso a la leña para mantener el fuego caliente, con la medida exacta para los tronchos de madera que salen de partir un tronco mediano en cuatro partes. Debajo la puertecilla en la que se iba recogiendo la ceniza, era lo que mis padres nos permitían hacer de pequeños, con una pala a medida rascábamos hasta el fondo, para limpiar bien los restos que quedaban de la madera carbonizada. Todas las mañanas, con el frío en el cuerpo era todo un rito ver a mi padre preparando ese fuego vestido con capas y capas de ropa en una casa que se enfriaba tan rápido como se calentaba.
A la derecha aguardaba el horno, con su capa de pintura plata reluciente, no recuerdo de usarlo nunca, pero la Visi si que le tenía tomada la medida y cuando éramos pequeños nos hacía un bizcocho que nos sabía a gloria, recuerdo que además nos preparaban relleno frito en rodajas con tomate casero natural, el relleno es un producto que se hace en la zona a base de huevos con arroz y especias y que se embute como si fuera una morcilla, curada queda de un color amarillo y sabe exquisita. Félix que no tenía gaseosa y de pequeños nos daba rabia, nos decía que en Argentina tenían otra cosa, que eran los "polvos de Birbiloco", que no era otra cosa que los sobres de gaseosa "Tigre" y que veíamos como los echaba sobre el agua y producía un producto como la gaseosa, nos imponía tanto el resultado mágico que dudábamos hasta de probarlo.
En uno de los laterales todavía guarda su marca, semioculta, entre tanta mano de pintura para ocultar el óxido y el paso del tiempo, y reza: "Nº7 Tipo Bilbao E. Orbegozo, Zumárraga". La fábrica de Esteban Orbegozo desde los años 30 del siglo XX suministraba cocinas a casi todas las casas del norte español, pasando del puchero en la chimenea al puchero sobre la placa, un claro antecesor de nuestras cocinas modernas. Parece mentira, pero la cocina económica o de leña todavía sigue ahí, recordándome los quemazos que me llevaba, cuando con torpeza la tocaba, y ella me avisaba de esta forma que estaba allí y que era intocable.
Al fondo, en un hueco sacado a la pared, todavía aguanta la despensa, con su pestillo de madera, todavía más al fondo se puede ver la puerta de la fresquera, el frigorífico de otros tiempos. En la despensa ahora reposan los productos de primera necesidad que mi madre amontona, por si aparecemos y queremos comer algo, allí se van acumulando alimentos, que con el paso del tiempo, algunos se convierten en verdaderas joyas culinarias. Sobre los laterales todavía aguantan algunas puntas donde se colgaban los embutidos que curados en el alto, se iban trayendo aquí para su consumo diario.
Si salimos de la cocina se abre otra puerta hacia lo que llamamos "el cuarto de la teja", en el que las tejas siempre nos han dado mucho mal, todo sea dicho de paso, por las goteras y el viento, no hace mucho tuvimos que arreglarlo ya que las lluvias habían conseguido abrirse paso en su techumbre de madera. El cuarto de la teja es un cuarto oscuro, con una luz que entra desde una claraboya artesanal, y que en la oscuridad se alumbraba con una bombilla de 25 watios que daba al recinto un aire sepulcral y místico. Esa luz se encendía desde la puerta con uno de esos interruptores antiguos en los que se giraba una palometa para hacer el contacto, y allí sigue todavía, activando, ahora con una bombilla de más voltaje, la luz del cuarto de la teja.
Sobre una de las paredes, de piedra en unos lados y de adobe en otros, ligeramente rebocada y encalada, la Visitación apuntaba el día que sus gallinas ponían, y lo hacía escribiendo en el trozo blanco así: "anpuesto el 27 de Mayo" tal y como se puede apreciar en la imagen. Todavía la pared guarda los secretos más íntimos de las gallinas y la falta de escuela en aquellas mujeres de entonces que tenían el día copado con unas tareas domésticas muy laboriosas y sacando tiempo para ayudar en el campo, pese a ello, tanto a la Visi, como la Paulina, las recuerdo en una mesa redonda que todavía sigue en la cocina, con un brasero debajo, la toquilla sobre los hombros, en una de sus manos un misal y en la otra un rosario de piedras negras, que cuidadosamente repasaban con los dedos sin perder ninguna cuenta.
En una de las habitaciones todavía perdura un antiguo lavabo, el lugar que debía de ocupar el cántaro con agua, lo ocupa unas flores de esas de plástico, que tanto le gustan a mi madre por no tener que regarlas nunca, pero hay que reconocer que no envejecen con decoro. A su lado un jarrón, estratégicamente girado para no ver el destrozo que de niños hicimos con él, en alguna de nuestras correrías, haciendo que le falte parte de su boca. Ahora el lavabo antiguo se ha convertido en un contenedor de objetos y en un curioso objeto que persiste al paso del tiempo. La tarima de madera es la original de la casa, abrillantada y barnizada en exceso para parecer más moderna, ya que su tono original lo recuerdo más mate y apagado.
Si subimos hacia el piso superior, las escaleras se tornan de madera, con una carpintería cuidada y con peldaños pulidos por el tiempo. Subir a este piso de pequeño, siempre me producía cierta curiosidad, como la que siempre me han producido los altos de las casas, en Leache éstas parecían conducir hacia un pasado reciente pero lleno de misterio. En el descansillo ya se dejaban ver un antiguo baúl de madera y a la derecha un taquillón de madera robusta, cruelmente tratado por el tiempo, de cajones imposibles y recovecos misteriosos, forrado en su base con papeles que esconden recibos de uva entregada por mi bisabuelo y que oculta tras de sí, un escondite que llevaba al altillo de la habitación, cuyo motivo o uso nunca he podido descubrir.
El arcón baúl aguanta solitario sobre la tarima de madera, es uno de los baúles que Paulina y Félix trajeron desde su emigración a Argentina, desconozco si fueron los que ya emplearon para salir desde su Leache natal. Félix era de casa Bernabe y se casó con Paulina, hermana de mi abuelo y de la Visi, en aquellos tiempos en que muchos españoles emprendían las Américas en busca de fortuna, se emplazaron en un viaje a Buenos Aires en busca de algo mejor, y allí marcharon los dos, el con su corpachón y esa risa socarrona, ella con su delgadez y sus misales, aquello no debió de ser lo que esperaban y pasado los años y el intento, volvieron a su Leache, recordando Félix en innumerables ocasiones aquella ciudad tan grande que era el Distrito Federal de Buenos Aires y que como siempre repetía, hasta los astronautas la veían por la noche de las luces que tenía, y nosotros como niños nos quedábamos obnubilados escuchándole y mirando su pequeña boina y ese curioso grano con pelos que le surgía de una mejilla.
A la izquierda se abre una puerta, decapada por el tiempo, abandonada a múltiples capas de mala pintura, con cerrojos antiguos que no se han eliminado todavía por no dejar su huella, y con otros que curiosos perduran en su forma y ruido. Cuando entras en estas estancias hasta los pasos marcan un ruido diferente, entre cabeceros de forja viejos amontonados, cubos para las goteras y en tiempos algún somier de los de muelles incorporados, se abre el altillo, cubierto de vigas de madera en cruces imposibles, que atestiguan la improvisación de la construcción de la casa, aprovechando maderas antiguas y reutilizando todo lo que se podía.
A la derecha de esta habitación se abre el palomar, al que se accede tras un pequeño escalón. El cuarto es oscuro y todo se recrea entre sombras y luces robadas. En sus paredes, techos y suelos se puede apreciar el paso del tiempo, desde paredes de adobe hasta ladrillos que han conseguido levantar la estancia hasta una altura más propicia para las aguas vertidas. Al fondo se acumulan mesas viejas, cedazos, botijos y jarrones de barro que acompañan a otro de los baúles que llegaron del otro lado del mar.
Junto al baúl, y sobre la madera carcomida de la mesa se aposenta una vieja plancha de hierro que se calentaba entre brasas y ayudaba a la Visi y a la Paulina a alisar sus vestidos negros estampados de figuras geométricas, pequeñas y repetitivas, cuyo color más claro era un gris oscuro. A su lado pesas de antiguas romanas, un jarrón infiltrado con alto relieves egípcios que delata su origen urbano, acompañando a los cántaros y tinajas de barro que en algunos casos se usaban para conservar lomo o costilla de cerdo en aceite.
Sobre el otro frontal se puede apreciar el escalón, la gastada tarima del suelo y la pared de adobe con una viga negra, por un incendio que sufrió la casa de un antiguo horno de leña, y sobre ella los ladrillos modernos que aseguran un tejado semi-arreglado del que huecos dejan entrar la luz. Ahora esta habitación está recogida y limpia, pero cuando éramos pequeños por sus paredes se amontonaban las cosas viejas y en desuso, y tapadas con sabanas viejas que se alumbraban por una bombilla de muy bajo voltaje, daban al cuarto un aspecto tan oscuro y siniestro como el del cuarto de la teja.
Y allí queda en esta, mi última entrega de momento hasta mi próxima visita a Leache, nuestra casa, en la mitad de la calle Mayor, en una ligera cuesta que nos conduce hasta casa de Orden y el frontón iglesia, de frente al antiguo corral de Lucio, recibiendo el sol de la mañana, arropada entre recuerdos de otros tiempos, de paredes que se sacan historias a cuentagotas, y con recovecos y cosas curiosas que me llevan a otros tiempos de infancia y juventud. Leache-Leatxe, un pueblo que nunca he olvidado y del que siempre llevo muchas cosas dentro, y para sus gentes, mis amigos de ayer y todos los que siempre te responden con un saludo familiar, gracias por haberme dejado vivir tan buenos momentos con vosotros. Gora Leatxe Taldea.