Pues sí, hay otros mercados que no especulan con nuestro futuro, que no se dedican a producir poco de unas cosas para subir el precio de las que quedan y que bien al contrario de dar disgustos nos alegran las mañanas o las tardes de los veranos, o durante el año, rebuscando entre ellos cosas que teníamos ya olvidadas o caprichos simples que no podemos evitar. Los llaman mercadillos, pero yo creo que el diminutivo les pega más a lo que llaman grandes mercados en los telediarios.
En los mercados buenos, los vendedores se tunean y disfrazan sus puestos negando el tiempo de los mismos. Se dejan llevar por los sueños medievales y por un día se sienten los señores feudales de la localidad. El día pasa y sobre sus toldos mitigan los calores que muchas veces se hacen insoportables poniendo a disposición de la plebe anillos, bolsos y todo lo que entre en unos pocos metros cuadrados. Cuánta paciencia tienen los vendedores.
Los collares y pulseras de vivos colores se cuelgan por todos los lados llamando la vista de los viandantes, que caen hipnotizados por los rayos de luz que refulgen con gran fuerza de la bisutería. Y a la gente le encanta pararse, mirar, tocar, volver a mirar, volver a tocar y preguntar si tienen el único color que no hay de todos los que hay, para pasar al puesto de al lado y repetir la misma acción. Cuánta paciencia tienen los vendedores.
A veces las tendencias de la calle se ven en los mercadillos. Lo que antes se llenaba de viseras y gorras, ahora se llena de sombreros, de los de antes, de los de los abuelos. Gorras, sombreros y viseras se colocan en hileras ante la mirada curiosa de la gente que no puede evitar probarse alguna y enseñarle al que tienen al lado como le queda para esbozar unas risas. Cuánta paciencia tienen los vendedores.
Si en el puesto se venden también pañuelos, no te venden ni uno, ni dos, los tienes todos en hilera, por gamas de colores, como si conocieran a la gente perfectamente y supieran que que si lo tienen rojo se lo pedirán verde, y si lo tienen azul, se lo pedirán amarillo. Cuánta paciencia tienen los vendedores.
Pero si hay algunos que tenían que ser clasificados como peligrosos, son los que tienen comida. Huelen desde metros a harina bien tostada o a embutido ahumado del que te entra hambre aunque estés recién comido. Hogazas y tartas de tamaños enormes compiten en glotonería y a determinadas horas la gente se planta enfrente y sacan a pasear sus lenguas por la boca mientras se relamen con gusto. Cuánta paciencia tienen los vendedores.
Por otro lado los dulces también tienen su hueco para atraer las miradas de los niños. Por suerte estos mercados tienen golosinas naturales y son muy apreciadas por los padres para dárselas a sus niños. Hay mercados que se hacen eternos, otros pequeños, pero todos tienen ese encanto especial a deseos rutinarios, a placeres mundanos. Viéndolos, uno no entiende por qué no son estos los que dirigen nuestro mundo. Cuánta paciencia tenemos los mortales.
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