Recuerdo que de pequeños nuestra madre nos insistía mucho en el cole a la hora de escribir, con las faltas de ortografía, era casi una pequeña obsesión y le gustaba cuando mi hermano le enseñaba los deberes sin faltas y me recriminaba cuando en los míos siempre había alguna, no muchas, pero alguna había (disculparme de antemano cuando se me escapa alguna o cuando uso el condicional en lugar del imperfecto de subjuntivo, es mi herencia navarra) y era entonces, cuando mi madre con dolor interno nos recordaba algo que le pasó en esa misma escuela que os contaba en el post anterior.
Un día en Leache, mientras el profesor del mapa -aunque algunos años antes- les hacía un dictado a una clase en la que había niños de todas las edades y de todos los niveles, mi madre en su cuerpo de niña se apuraba por cargar su pluma en el tintero de su plumier y evitar el goterón de tinta que anticipaba el proceso de carga. Mientras el profesor apostado en su mesa elevada del suelo miraba por encima del libro que le tapaba casi toda la cara mientras recitaba el dictado: "El pez gato tiene largos bigotes junto a la boca,…" "no hablen" -replicaba a los primeros murmullos-, …"vive en los ríos y lagunas de agua dulce,…" Mi madre apuraba con cariño todas las letras intentando cuadrar ese rabillo en la "o" y sonreía al acordarse que "río" llevaba acento. Poco podía sospechar que había comenzado su dictado escribiendo: "El pez jato tiene largos bigotes…", ajena a este detalle sin importancia, acababa la última frase que dictaba el profesor, mientras asomaba los ojos por las tapas del libro escudriñando a algún alumno rebelde y remataba el dictado con la última frase en la que parecía que hablaba de él mismo: "se vuelve inaguantable y gruñon. Punto y final, déjenme los dictados sobre la mesa y comienzen en silencio, ¡he dicho en silencio! a leer el libro en la página ochenta y nueve. ¡Teodoro! guarde silencio".
Así lo hicieron todos y mientras con el libro abierto en esa página ochenta y nueve miraban a derecha e izquierda y cada uno se despistaba con lo que quería, unos con el gorrión de la ventana, otros sacando la lengua a su compañero de pasillo, otros limpiándose de los restos de tinta china que se habían volcado sobre la mesa al hacer el dictado, otros pellizcando al de al lado, otros soñando con el recreo y darle patadas a su balón de trapo, otros… durmiéndose; pero todos -o casi todos- atentos a los gestos del profesor mientras corregía los dictados. De repente el profesor se convulsionó sobre su mesa y se levantó como un resorte, inyectando sus ojos repletos de furia sobre mi madre, pero las miradas nunca son exactas y temblaron sus compañeros de delante, los de detrás, los de los lados y por supuesto Sabina su compañera de mesa, sospechando que podían ser ellos los que habían provocado esa furia docente.
¡María Isabel Goñi! -gritó el colérico maestro-, ¡Sabe usted que ha escito gato con jota! -voló de su mesa hasta el pupitre como poseído por una fuerza diabólica y le chillaba ya a pocos centímetros de la cara de mi madre, de la cara de una niña que había tomado ya un ligero color rojo de rubor, a la par que los compañeros de delante, los de detrás, los de los lados y Sabina soplaban con alivio al saber que no eran ellos los culpables. Faltaron segundos para que el valiente maestro y gran educador soltase un tortazo a mano abierta sobre la cara de mi madre, el rojo del moflete izquierdo dejó paso al blanco de los dedos marcados sobre su cara y el llanto afloró sobre la misma, pero no eran lágrimas de dolor, eran lágrimas de orgullo. No hubo uno sólo de sus compañeros que no sintiera aquel bofetón como propio, pero nadie osó respirar. Para aquel maestro escribir "jato" era causa suficiente como para sacar toda la violencia que tenía dentro y pegar a una niña, era lo peor de lo peor, o tal vez lo peor era él mismo. Todavía sin recuperar la respiración espetó a mi madre que se colocase de rodillas junto al encerado y con varios libros sobre los brazos extendidos la tuvo un rato largo de castigo. Los niños que a veces son crueles sin maldad se burlarían de ella en el recreo por escribir "jato" y el profesor se sentaría orgulloso de la lección que les había enseñado a sus alumnos, me gustaría pensar que luego de mayores la lección de la violencia la hubieran olvidado todos, pero sé que eso es muy difícil.
Habría que preguntar al gramático que fijó gato con "ge" al pasar el cattus latino al castellano, si hubiera sabido esta historia, si no lo hubiera dejado en cato -más parecido al cat inglés, o hubiera preferido jato como se inventó mi madre-, pero si lo que quería era que no se le olvidase a nadie como se escribe gato, lo consiguió y todavía perduran los ecos de esta historia cada vez que el corrector de word o el google o el de cualquier otro programa coloca una línea de puntos roja o azul para recordarme que tal vez esa palabra no esté bien escrita, y aunque yo aquel día no recibí ningún tortazo ni humillación, lo siento como mío y a mi mente siempre viene la imagen del dolor de una niña que escribió gato con jota.
¡Qué historia! Pobrecita Maribel, ésta no me ha hecho reir como la de ayer, me ha dado mucha pena y me he acordado de cuando yo era pequeña y al subir a clase, después del recreo, en fila de a una y pegadas a la pared, una monja me dió una bofetada por hablar (¡menuda bofetada!) y encima no había sido yo sino mi compañera de al lado. En fin, que pegando no se educa pero bueno...
ResponderEliminarPrometo que mañana empiezo con historias más divertidas, pero hay veces que es bueno vomitar los sentimientos. La educación por suerte ha cambiado de la generación de mi madre a la de mis sobrinos han pasado unos cuantos añitos, hasta casi ha dado la vuelta a la tortilla y ahora son los maestros los agredidos. Las aulas deben ser para educar y no un ring de boxeo. Por desgracia a quién no nos han dado en nuestros tiempos algún que otro tortazo.
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