Descubriendo una exposición en Vitoria sobre la historia de los juguetes, uno se da cuenta de que las canas que los peines intentan domar cada mañana tienen su motivo y su razón. Dentro de esos juguetes antiguos estaban dos que me trajeron al presente un montón de recuerdos con olor a infancia, bocadillos de Nocilla y pijamas de mañana de domingo. Los juguetes eran "Anatomía humana, desmontable y articulada" y "Microscopio 2002".
Un día, después de haberlo pedido durante mucho tiempo, las navidades nos trajeron a casa, a mi hermano y a mi, el juguete de "Anatomía Humana". Cuando lo tuvimos en nuestras manos, he de reconocer que esperábamos mucho más, su foto de la portada nos parecía que en el interior aguardaba una maravilla escondida que luego se convirtió en trozos de plástico del que sólo salvamos al esqueleto para que peleara contra nuestros Geyperman.
Y es que después del impacto inicial de recibir el regalo, montar las tripas una y otra vez, guardarlo ordenado la primera semana, el destino que le aguardaba al personaje de Anatomía Humana era el cubo de detergente donde guardábamos todos los juguetes. Su esqueleto y sus tripas compartían descanso con indios y tanques desmontables, pistolas alemanas y alguna maqueta de aviones. Pronto las dos mitades del hombre músculo ya no encajaban, se le habían roto alguno de los puntos de anclaje y el páncreas y el hígado se perdieron debajo de algún sofá, al esqueleto se le rompió alguna tibia y el tiempo los hizo desaparecer por completo en una revisión materna alegando que sólo guardábamos "mierdas".
A las siguientes navidades, posiblemente, nos quedábamos parados en los escaparates de las jugueterías viendo el Microscopio 2002, al que por supuesto le habían puesto esos dígitos apuntando a lo que era el futuro más futuro de los futuros. Al ser un juguete educativo enseguida cayó en nuestras manos. Cazábamos moscas y bichos para poder verlos con sus, en teoría, formidables aumentos. Pegábamos nuestros ojos al visor, y no veíamos nada, sólo tras acostumbrarnos y entrecerrar los ojos conseguíamos ver algo, pero era poco más que el doble o el triple como mucho de la mosca que habíamos atrapado.
Cualquier cosa que pillábamos y que era pequeña la llevábamos al microscopio. Un pelo sobre el sofá, lo llevábamos como un tesoro, lo colocábamos, lo impregnábamos con un líquido sobre un trocito de cristal y a mirar, pero por más que le dábamos apenas veíamos algo más que una línea negra. Tanto girábamos la ruleta de arriba a abajo que ya el microscopio dijo basta y se caía siempre para abajo el visor. Finalmente acabó en el cubo de detergente junto con el musculoso de Anatomía humana y el resto de indios, compartió alguna batalla haciendo de cañón de ultra-alcance, hasta que un día llegó mi madre y ya sabéis el final de la historia.
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