Respira la mañana un aroma a mar que todo lo impregna. El sol empuja a la humedad y acaba por calentar el alma. Un paseo por el puerto de Llanes, sin prisa, con ganas de ver, arropados por el cielo azul y atados a la calma. Es la hora de pasear al espíritu que llevamos dentro.
Las casas con sus ventanales miran al muelle, radiantes de sol. Desde el embarcadero el mar se muestra gris, en sombra, tranquilo. Las casas rosas, verdes y amarillas reptan a su paso y las barcas y las lanchas esperan a sus pies como si fueran las zapatillas que se dejan debajo de la cama antes de dormir.
Mientras otros barcos se pegan a la dársena agarrándose con todas sus fuerzas y alguna soga, el hombre se empeña en ponerle puertas al mar. Dos habitáculos se marcan en el muelle, al fondo las embarcaciones pequeñas y recreativas, junto al mar los barcos pesqueros y de auxilio. No hay habitación con mejores vistas.
Junto a la escollera se amontonan aparejos de pesca, sogas de amarre y anclas para fijar el barco a su destino. El barco pesquero aguarda tranquilo mientras los pescadores limpian la nasa para que mañana vuelva a trabajar.
Sobre la valla del puerto, los abuelos, al igual que en la ciudad toman las vallas de las obras y observan lo que el ladrillo dejó a medio construir, aquí, miran al mar y cuentan los barcos que entran mientras se dejan acompañar de silencios y viejas batallas entre amigos que se conocen desde siempre y se odian desde ayer.
Al final del dique los pescadores de caña esperan. Se sientan en el muelle, clavan sus cañas bien cebadas y esperan sin prisa a que por debajo del mar suceda algo. Sin prisa y al sol del invierno, con la música de las gaviotas y el compás adormecido del mar, los peces bailan sobre el cebo y el pescador aguarda, sin prisa.
Otros pescan en el agua de la ensenada, sobre un muro negruzco y húmedo. El pueblo lo mira y el no hace caso, tan sólo el mar y los abuelos de enfrente son testigos de la pesca. Paciencia al sol y hoy pescadito fresco para comer.
En una esquina aguarda la barcaza de salvamento en un color entre naranja y rojo chillón, bien visible sobre el agua verde. Aguarda en el quicio de la rada para tranquilidad de los barcos pesqueros que llegan y que salen, que de reojo la miran esperando no tener que verla en alta mar.
Al fondo las montañas parece que aguantan el mar y la lonja de pescado enfrente aguarda con sus ventanales de espejo la llegada de los marinos. Pero ahora nada interrumpe esta calma más allá de mis pasos y los gritos de los ancianos, que asustan a los peces y hacen fruncir el ceño a los relajados pescadores.
De vuelta al comienzo, en el paseo por el puerto, nada se ha movido y todo parece nuevo. El sol ilumina más que nunca y uno se pasaría horas al cobijo de las casas y del tranquilo mar.
Camino en buen puerto y si se para el mundo, que se pare.
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