Una madrugada, tendida sobre los ásperos lienzos de una cama pública, mi abuela Angelita nos dijo adiós de callada manera. Su débil corazón se paró, cansado de latir dijo "basta", y mi abuela le contestó "vale". Todo había empezado dos semanas antes, la abuela vivía en un pequeño piso en planta calle que distaba de nuestra casa a pocos metros, ella quería su independencia, su carácter indómito y fuerte le recomendaban una vida autárquica. Una fría mañana de finales de enero salió a recorrer esos pocos metros de distancia que le unían con la casa de su hija, como hacía siempre, pero al cruzar el umbral de su puerta su cuerpo se desplomó y se quedó tendida, en el suelo del soportal, pero serena. Un vecino la encontró ahí y nos avisó. Rápidamente una ambulancia vino por ella y la trasladaron al hospital.
Aquella mañana se nos agitó a todos la vida. La abuela siempre había estado enferma, tomaba pastillas para el corazón, la tensión y otras tantas enfermedades acordes con su cuentakilómetros, no faltaba a su cita con las recetas, que ordenaba y controlaba como si de un ábaco se trataran. Pero lo de aquella mañana había sido sorpresivo, sin esperarlo, y a todos se nos paró un poquito el corazón. En seguida nos dieron los resultados, se había fracturado la cadera, sus débiles huesos de mala alimentación en la infancia se habían quebrado. Los médicos enseguida nos pusieron en alerta por su edad y por la debilidad de su corazón. La operación tenía la complicación de saber si su cuerpo la aguantaría.
Rápidamente llegaron el resto de la familia que se arremolinaban, en la medida de lo posible, alrededor de su cama en la pequeña habitación compartida del hospital. Nos solicitaron que si algún familiar podía donar sangre lo hiciera ya que en la operación se necesitaría bastante. No lo dudé, a pesar de un miedo contenido a las agujas me lancé, y en una sala donde la gente se tumbaban y les extraían bolsas rojas. Después de varios pinchazos y cambios de aguja, por mi densa sangre, dejé allí toda la sangre que quisieron. Ya sólo quedaba esperar que mi abuela saliera bien de aquel quirófano.
La espera fue dura y tan densa como mi sangre, por las cabezas de todos pasaban ideas peregrinas con finales tristes. Por fin, tras un largo retraso salió del quirófano y regresó a su habitación, todavía anestesiada y rodeada de tubos y drenajes. Había superado esa prueba pero el médico nos advirtió de lo crítico de su situación. Creo que nunca llegó a despertarse del todo de aquella analgesia, no paraba de delirar y vivía más entre sus sueños que sobre la cama de aquel hospital, mientras la familia le acompañaba aguantando broncas por no haber barrido bien la cocina o cogido del suelo las manzanas que estaban cayendo de un árbol imaginario. Hasta que uno de esos días, la viuda de Goñi, dijo adiós.
Sobre nuestros corazones se clavó un punzón que parecía parar el tiempo. Era la única abuela que había conocido, cuando murió mi abuelo Valentín era tan pequeño que ni lo recuerdo, y los otros murieron mucho antes de que yo naciera, con ellos, había hablado a través de las fotos antiguas, pero con mi abuela había vivido y todavía recordaba el olor de su abrigo de astracán con un broche dorado sobre la solapa. Todo lo que sucedió desde el momento de su muerte lo recuerdo como una nebulosa, si bien ya había sufrido la muerte de algún tío carnal, la muerte de mi abuela me llegó muy profundo, y a mi madre mucho más.
La llevamos a enterrar a Leache, su pueblo natal, al cementerio donde le esperaba su marido que murió hace ya muchos años. En el atrio esperaban sus amigos del pueblo, recordando vivencias de otras tiempos e informándose de lo que le había pasado. El coche fúnebre enfiló la carretera que muere en Leache y entró por el callejón dejando atrás las tres cruces. Las campanas sonaban sobre la iglesia de la Asunción y sobre los mismos bancos en los que mi abuela había rezado en otros funerales, bodas, bautizos o comuniones, todos le decíamos adiós. Y la dejábamos en el cementerio, tumba con tumba, con la de su marido, en una fría mañana de febrero, tal día como hoy, de hace 23 años.
Adiós abuela.
Casi no me dio tiempo a conocerla pero me alegro de haberlo hecho aunque no todo lo que me gustaría. Adiós Angelita, tienes un nieto adorable (sé que ya lo sabías pero te lo recuerdo).
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