Ayer mi mami, mi mamá, mi madre, la abuela cumplía 72 años. Con tanta vida detrás y las muchas ganas que tiene de mirar hacia adelante. Mirándola mientras nos preparaba la comida familiar de domingo en la mesa de siempre, repleta de platos y comida, y cada vez con más gente que le llenan la sonrisa, veía a la madre que no me ha fallado desde el día en que nací y hasta unos meses antes de conocerme. Ella repartió su corazón entre todos y todavía le quedan trozos para el nieto y las nietas que llegan a iluminar su vida. Pero esa abuela, antes, mucho antes fue mi mami, mi mamá y mi madre.
Mi mami apenas se había acostumbrado a los llantos de un niño pequeño como era muy hermano, cuando a los 18 meses llegué yo, agobiándolo todo, haciéndola dormir mucho menos y robándole días y noches para cuidarnos. Ella era la mami que nos abrazaba y dormía entre sus brazos cantándonos melodías que acunaban nuestros oídos. Le quitamos años de su juventud, pero ella nos los regaló sin pedirnos nada, tan sólo disfrutando cuando nos miraba dormidos en la cuna.
Mi mamá llegó un poco más tarde, le tocó ser nuestra domadora. Dos niños traviesos y pillos que saltaban dando volteretas por el sofá, el mismo sofá que era víctima de unos pinchos que contenía uno de esos recuerdos que se traen de la playa y que acababan clavados sobre los reposabrazos. La poníamos a prueba en todo momento y muchas veces le hacíamos perder los nervios, pero mamá siempre estuvo ahí, ayudándonos, obligándonos a aprender el padrenuestro y el credo a cachetazos para no cambiar el orden de las palabras. Cuidaba de la casa mientras nosotros jugábamos a baloncesto en los pasillos o utilizábamos la estufa como medio de transporte.
Mi madre apareció años después, tras vernos crecer y hacernos personas, aguantar nuestros disgustos y disfrutar de las alegrías. Nos dejó ser, pero siempre veló por nosotros, y al final de todo no faltaba una palabra de cariño en una madre que nunca ha sido muy besucona. La muerte de su madre y los dolores de su rodilla cambiaron un poco su gesto, su humor, su dolor al tener que decirnos adiós cuando marchamos de casa para emprender nuestras propias vidas. La dejamos en casa, con mi padre, recordando nuestras correrías y travesuras, viviendo como madre nuestros problemas y disfrutando de las cosas que nos iban bien. Era la madre que siempre llama para saber que has llegado bien.
Y el tiempo la hizo abuela, multiplicó su sonrisa y rejuveneció. Sus dolores desaparecieron, o al menos no los quería recordar. Se dejó llevar por sus sentimientos, se volvió niña para entender a sus nietos. Sus ojos se hicieron más grandes y sus arrugas no delataban su ánimo. Ahora, mi mami, mi mamá, mi madre es la abuela. Miro a mis niñas y jamás les podré contar todo lo que quiero a la que me dio la vida y me ayudó a ser quien soy. Felicidades madre. Te quiero.
Qué bonito tu blog ,historias de verdad de gente real ,humanas ,sensibles .Me recuerda cosas de mi infancia como la tele en blanco y negro con ese papel de colores ,la madre sacrificada y humilde ,el sofá de sky más feo que picio y mas cómodo que la leche ,qué tiempos .Gracias por recordármelo .
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