Ahora que los tiempos lo cambian todo por ese látigo sadomasoquista llamado tecnología que nos mantiene conectados al trabajo y a nuestro mundo, durante ese sacro período que llamábamos vacaciones, me viene ese sabor lejano, teñido de olor a infancia y juventud que era el final del verano. Las vacaciones siempre empezaban renqueantes, les costaba arrancar, el punto en el que se habían quedado el año anterior se había borrado y las amistades veraniegas cambiaban aunque las personas seguían. Conforme se llegaba al final del verano todo parecía acelerarse, como si lo que no se hubiera hecho había que hacerlo con prontitud, con celeridad y surgían los días más maravillosos del verano, los últimos, los que no se debían acabar nunca.
Era en esos días donde surgían los besos a escondidas, los amores insospechados, los amigos eternos, las noches con sabor a alcohol y mucho sudor, los abrazos llenos de promesas, las aventuras que no parecían reales, los descubrimientos soñados, las cenas eternas que la luna ilumina, la oscuridad buscada de lo prohibido, los corazones que no paran de seguir a las olas, y tantas, tantas cosas que llegaban en los últimos días como punto final de unos días que no deberían acabar.
El último día sentenciaba la tragedia, mientras los padres apretaban las maletas encerrando los sueños del verano, a uno se le encogía el alma, buscaba en los primeros rayos de sol de la mañana que ese día no acabara, que se alargara lo más posible, casi hasta hacerse eterno. La infancia y la juventud permitían esa ignorancia. Pero aquellas maletas llegaban arrastradas hasta el coche, igual que mi cuerpo que se negaba a dejar ese sabor a final de verano.
El camino de vuelta era como el recorrido de un coche fúnebre, la alegría del día anterior teñida con aroma de despedida se había transformado en tristeza, en pena de no querer soltar lo que se alejaba con cada curva. Al llegar a casa, tocaba reencontrarse con lo cotidiano, con las cartas de amor que escondían perfume entre sus extremos rotos de un cuaderno, volver con los viejos amigos que en su cara, todavía muy morena, reflejaban un final de verano que tampoco hubieran querido olvidar.
Ahora que miro a la gente llegando de vuelta a la ciudad, mirando sus caras morenas y el brillo de sus ojos, me he acordado de ese adiós al verano que tenía ese sabor tan especial que después de tanto tiempo todavía me seguía poniendo los pelos de punta.
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