lunes, 16 de julio de 2012

Anguiano al pie de sus balcones



Sobre las calles de Anguiano cuelgan balcones, sobre casas blasonadas o simples construcciones rurales, en calles estrechas y enfrentados a casas de adobe y madera de formas imposibles. Los balcones asoman a la luz de la calle con su historia detrás y su presente delante. Mientras paseo por las calles de un pueblo que me recibe en silencio a tempranas horas de la mañana, miro a los balcones y a sus verjas y todos me cuentan su historia, me hablan en silencio mientras se lucen en sus fachadas.


En algunos, las flores con sus macetas se distribuyen como un tetris y las hiedras trepan entre sus hierros peleando por ver quien llega más arriba. Un escudo blasonado las mira entre piedras y restos de reboque, mientas encima los adobes cambian de color la escena. La persiana sujeta a la barandilla y tras el cristal, un visillo, y tras el visillo, la vida.


Otros balcones se han quedado en los huesos, o mejor dicho, en los hierros, mucho nos hablan de lo poco que son hoy, y algo cuentan de lo que fueron ayer. Los hierros se agarran a la fachada desmejorada y del suelo del balcón nada queda, un día cayó, y ese mismo día desapareció. Tras el balcón, una puerta vieja y carcomida, que acompaña a la casa en su triste mirada.


Los menos, son balcones con vistas, con vistas a algo más que un despertar mañanero de un vecino, o a un balcón repleto de pimientos rojos puestos a secar al sol. Desde aquí Peña Reloj marca las horas del día, y el balcón lo agradece con furtivas miradas al cielo que viene. Cuando la noche llega su magia se apaga, pero dentro, la luz de casa, todavía ilumina el balcón.


Otros balcones se encuentran en sitios privilegiados, y desde sus barrotes observan el ir y venir de los vecinos de Anguiano en sus ritos y fiestas, quedándose con todo y devolviendo el reflejo de sus gentes. Su suelo lo sostienen cinco contrafuertes de forja, cinco aguantes que adornar el dintel de la puerta. Mientras la puerta nos guiña una contraventana, el balcón desnudo nos juzga tras sus barrotes.


De vuelta a casa la verja de una casa me contempla con su crucifijo en alto, y por un momento, me dan ganas de dejarme confesar por un geranio, lo más que puede pasar es que me condene a asentar mis raíces y a echar flores a la vida. Mi paseo acaba, pero no los balcones, mañana volveré a mirar hacia arriba.

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