Tal día como hoy, entre tormentas de verano y olor a hierba recalentada por el sol fallecía mi tío Jesús en Anguiano. La muerte le llamó trabajando en el monte, al olor de la gasolina que desprendía su motosierra y acompañado de su rugido ensordecedor. Allí su corazón dijo basta, su cuerpo enjuto calló al suelo con tan sólo 56 años, en su boca su último cigarro todavía estaba caliente y su media sonrisa se desdibujó con prontitud.
Aquel verano de 1982, con tan sólo 14 años recibía el primer bofetón de la muerte de un familiar siendo consciente. Cuando llegó la noticia fue como si se parara el tiempo, miraba a mi padre buscando sus reacciones, intentando sentir lo que podría suponer la muerte de un hermano. Estaba tranquilo, o al menos lo aparentaba, aunque rápidamente buscó la soledad para preparar el viaje al pueblo mientras mi madre organizaba las maletas. Todo sucedía en silencio, con un paréntesis raro en el que el tiempo avanzaba muy lento. El viaje hacia Anguiano tenía un sabor muy distinto al de otras veces, mientras mi padre repasaba anécdotas y se lamentaba de la vida de su hermano, y de su pérdida tan temprana.
La llegada al pueblo fue extraña, el reencuentro con primos y tíos, con familiares conocidos y desconocidos, con vecinos y demás gente que al dolor se une en una mezcla de pésame institucional y cotilleo colectivo. Algunas primas nos recibieron con llanto en los ojos y abrazos efusivos. Después de secar lágrimas entre mejillas y caras curtidas, nos quedamos los de casa, en aquella casa que todavía olía a la presencia de mi tío Jesús. A la izquierda, nada más entrar en casa mi tío tenía un cuarto donde todo cabía, allí se amontonaban muebles que dejaban de usarse entre azadones y algún tomate que hacía pocos días había cogido del huerto. Redes y aperos de pesca por todos los lados, plomos y anzuelos, junto a algún chorizo y cecina picantes colgados de una cuerda que hacía equilibrios de un lado a otro del cuarto. En otra esquina una escopeta de caza con el cañón abierto sobresaliendo de una canana y cartuchos de perdigones de colores verdes y naranjas.
Un poco más adelante estaba la cocina, con una gran chimenea a la izquierda de paredes profusamente negras, fruto de largas hogueras en crudos inviernos. Junto a ella una cocinilla de gas, casi nueva, delataba lo poco que le gustaba la cocina a mi tío Jesús, al que llamaban el tuerto, por su ojo izquierdo, perdido al saltarle una esquirla de una piedra mientras trabajaba en el campo. Enfrente de la cocina un fregadero de granito, grande como si fuera una bañera. La mesa se había retirado y las sillas dispuesto alrededor de la cocina para dar asiento a familiares y visitantes. Casi sin darnos tiempo a más, mi tía Maura, animó a su hermano, y por ende a nosotros, a ver al tío que estaba arriba. Subí aquellas escaleras de granito negro y estrechas, muy estrechas, sin saber muy bien que me iba a encontrar.
Casi enfrente de las escaleras estaba el cuarto de mi tío, la puerta vuelta tapaba casi su cama que se encontraba a la derecha y pegada a la pared. Seguíamos a mi padre, mi hermano y yo, en silencio, acompañándole muy bien sin saber en qué. Cuando volví aquella puerta y ya en medio de la habitación, mi mente de niño adolescente ya no pudo olvidar lo que vio aquel día. Sobre mi tío varias mujeres y mi tía lo amortajaban entre sábanas y lienzos blancos, moviendo el cuerpo de mi tío con una naturalidad que se me hacía insoportable. La cara de mi tío era la misma, pero sin vida, sobre mi recuerdo de su cara sonriendo y medio cerrando los ojos, haciendo compañía el bueno al malo, ahora se me dibujaba otro recuerdo mucho más desagradable.
Salí en cuanto pude de aquel cuarto, sin asimilar muy bien lo que había visto, pero siendo consciente de lo que me había impactado. Después llegaron el funeral y todas esas cosas que vienen cuando alguien se muere de repente, sin avisar y sin poder digerirlo más que con el tiempo. Se marchó mi tío, al que recuerdo con su paquete de ideales en el bolsillo y en la boca un pitillo que aguantaba en la boca con increíble equilibrio, siempre asiduo del bar Avenida, de sus máquinas y de las partidas de tute, que en los pueblos siempre son de auténticos profesionales, una copa para acompañar y mucho tiempo para gastar en la soledad de una vida rota a la que siempre sabía poner una sonrisa y nada de llanto.
Muchas veces cuando paseo por las calles de Anguiano o entro en sus bares, me parece verlo todavía, como cuando veníamos en el verano al pueblo y con diez años, nunca estaba en casa, siempre estaba o trabajando o en el bar con sus compañeros de sobremesa. Desde aquel 27 de julio de 1982, jamás he podido ver a nadie que haya conocido en el tanatorio muerto, siempre he querido conservar en mi recuerdo, los gestos de vida, las imágenes compartidas que mi mente haya querido guardar, ya que por desgracia, tengo que hacer un gran esfuerzo para cuando me acuerdo de mi tío, no volver a aquel cuarto en el que entre varias mujeres lo amortajaban para decirle adiós. A mi me hubiera gustado quedarme con su sonrisa traviesa.
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