Cuando uno pasea por las calles de Gasteiz, muy pocas veces levanta la vista arriba y se para a mirar lo que las casas comunes le hablan y le cuentan, allí los balcones son los reyes, auténticos púlpitos hacia la calle, que con sus formas y contenido nos cuentan su vida y su devenir, entre el viento que sopla y la lluvia que cae, o recibiendo el sol duro de verano o el frío helador de las madrugadas de febrero. Allí están los balcones, algunos convertidos en auténticos contenedores de pasado y otros en la mayor soledad de sus verjas.
Las casas más humildes convierten sus balcones-terraza en un aglutinador de recuerdos, allí cabe todo, macetas, armarios, escaleras, antenas parabólicas, ropa tendida, sillas de verano, fregonas, la tabla de planchar, la bici y cajas y bolsas que se van amontonando con el paso de los días. Por contra, los vecinos de arriba son más prudentes, o no sacan nada, o el que saca, deja fuera los radiadores para que su terraza no pase frío.
En otras, la terraza se convierte en un auténtico cuarto trastero con jaula, bombonas de butano, tendedero, banderas del Alavés, bolsas, macetas, garrafas de aceite y anticongelante, más ropa tendida, más macetas, armarios, carros de compra,… y todo lo que pueda caber.
Otras terrazas, son las terrazas parchís, se muestran solas y abandonadas, tan sólo con cuatro macetas simétricamente situadas sobre sus cuatro barrotes y cada una de un color, eso sí, que nadie espere encontrar una planta dentro de ellas, ellas son de las que se comen una semilla y cuentan veinte. Detrás los cristales d una de las ventanas se han encogido, rompiendo la simetría del conjunto.
Por contra, otros balcones colocan la ficha roja en toda la baranda, como si fuera una partitura musical, las macetas suben y bajan, pero ninguna de ellas tiene flores ni hierba ninguna, tan sólo al fondo dos macetas de pega con sendas flores de plástico dan color a dos ventanas cuyas persianas se muestran una más morena que otra.
Algunos coronados de macetas simétricamente colocadas y con verdes hierbas empinadas, se cuela el perro guardián, éste, desde su atalaya, todo lo mira y lo observa en silencio, oteando a todo el que pasa y sin soltar un ladrido, pues sabe, que se le puede acabar su momento de curiosidad si su dueño lo lleva para dentro. Junto a la fregona son los dueños de la calle, no hay chisme ni visitante que se escape a su atención.
En alguno de ellos alguna vecina se descuelga sin disimulo cotilleando, sin perder detalle, ojo avizor de todo lo que pasa, mientras, en su cabeza va juntándolo todo para enriquecer con sus amigas la partida de brisca de la tarde. No hay mejor momento para ella que el de salir a su balcón y controlar a los que entran y los que salen, desde arriba, se siente libre de toda sospecha, se cree que nadie la mira, es una inocente.
Otros nos tienden sus ropas al viento, esperando que sequen su humedad al sol del mediodía, pero en algunos a sus dueños les gusta humillar a las barandas de hierro y en lugar de usar el tendedero, que se muestra abandonado con sus pinzas de madera y plástico, amontonan sobre la verja la ropa en confusión de pliegues y de colores, en una auténtica anarquía de detergente y suavizan.
En otros cualquier hueco siempre es bueno, a falta de tendedero, y de su balcón se cuelgan a modo de bandera pantalones, jerséis y toallas, que fuera se secan, a la vez, que se vuelven a ensuciar con el polvo y la contaminación de la calle.
Por contra, otros son más ordenados, con la ventaja de ser balcones convertidos en terrazas y con tendederos de hierros plegados que todo lo aguantan en orden y disciplina, gracias a sus pinzas de colores como si se tratara de una partida de parchís.
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