Desde hace unos años se ha puesto de moda tunear los cascos históricos de las ciudades y transformarlas en unos mercados medievales, un poco artificiales, pero efectistas y divertidos. Es todo un placer ver las puertas de las iglesias y monumentos recuperar el gentío a sus puertas de antaño, y que sus paredes recuperen los viejos ecos de unas ciudades vivas, que últimamente han dejado paso a los ruidos de coches y al paso de la gente con prisa.
Este verano pude ver la que realizaron en Zaragoza, aunque hace varios años que se realiza, nunca había tenido posibilidad de visitarla. El día acompañaba con un sol de justicia, que sumado a la cantidad de gente que había, obligaba a hidratarse a menudo. La gente vagaba entre los puestos coloristas a los pies de la catedral de la Seo y el Palacio Arzobispal, escondiendo museos y fuentes entre tanta algarabía.
El Mercado se repartía por toda la zona del casco histórico de la ciudad, el arco del Deán, que en otro tiempo sirviera para dar paso de la catedral a la casa del religioso dentro del cabildo catedralicio. Las ventanas moriscas de fusión plateresca-mudéjar miraban a la gente que bullía de un lado a otro.
Los ventanales de los museos y las casas públicas se engalanaban con banderas abarrotadas de cruces de malta y plateadas flores de lis, sobre fondos rojos y amarillos. Todas con un regusto a batallas pasadas y pendones de otros tiempos.
A los pies de la plebe, puestos que comercializan productos modernos con un gusto a lo antiguo, perfumes, esencias y aromas, que nos trasladan a palacios de emires y odaliscas orientales cubiertas de velos y collares de monedas de oro.
Para los niños dragones voladores y cuadernos de artesanía, todo con un olor a cuero y madera lijada. Los pequeños se sienten atraídos por sus colores y por la vestimenta de sus vendedores, de túnicas blancas y espadas a la cintura. Sus ojos brillan mirando lo que tienen enfrente, mientras sueñan todo lo que harían con dragones a los que dan vida con sus pequeños dedos y grandes fantasías.
El olor se reparte por las calles, y atrae a la gente como un imán con sus olores a chorizo, parrilla, costillares y criollos, hechos poco a poco al calor de la leña, para sudor de los fogoneros. El calor incita poco al comer, pero el olor es demasiado fuerte para aguantar la tentación.
Cafecitos y licores aguardan después, con mesoneras y mesoneros que a gritos llaman al pueblo, implorando la sed de los presentes. Las calles se hacen eternas, y el barullo de gente dificulta el paso, el sudor se abre camino por la frente y la ciudad respira a otros tiempos más mágicos. Por un momento tuneamos la memoria y nos engañamos con un mundo mejor.
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