viernes, 25 de enero de 2013

Aquellos vecinos I: el Sr. Julián y el asesinato de su hija



La casa de mis padres siempre ha estado en el mismo sitio, en mis recuerdos de niño a veces era más grande y otras más pequeña, pero siempre estaba ahí, casi al final de una calle del centro de Zaragoza. En los años 70 la casa eran los restos de una casa de la posguerra, de las que construían en dos plantas y un patio al fondo. Nosotros vivíamos en el piso de arriba, en un espacio pequeño de apenas 45 ó 50 metros cuadrados con el baño en la terraza. Tan sólo una escalera interior nos separaba de la calle y de los vecinos de abajo, el señor Julián y la señora Valeriana que vivían con su hija pequeña pero mayor, Laura.


La casa de los vecinos de abajo todavía era más pequeña, apenas dos habitaciones, un salón cuarto de estar y pasillo, una cocina de poco más de un metro de ancho y al final el patio con un agujero oscuro al que llamaban baño. Si alguna vez se caía una pelota desde nuestra terraza al patio reñíamos mi hermano y yo por ver quien no bajaba a buscarla, cuando perdía y me tocaba a mi, bajaba temblando las escaleras y aporreaba la puerta ya que no tenían timbre: "¡Señor Julián!¡Señora Valeriana!", gritaba con mi voz de niño temblorosa. El señor Julián abría la puerta con mal agrado, la puerta chirriaba y apaciguaba un poco los gritos del señor Julián al notar que eran los niños de arriba. Mientras iba a por la pelota el señor Julián se iba a sentar mientras maldecía a regañadientes y le gritaba a su mujer, la señora Valeriana.


El señor Julián en un giro de pies recorría medio cuarto de estar. En medio de la habitación una mesa con un hule sucio y con restos de miga de pan y alguna revista perdida, que se pegaba a la pared del fondo. Coronando la pared un cuadro de los que se inclinan hacia abajo desde la escarpia con una capa de polvo acumulada sobre el marco y conteniendo una última cena tan negra que a duras penas se veían los personajes. a la izquierda y derecha de la mesa dos sillas, una la del señor Julián, la otra para el resto de la familia. Eran unas sillas de esas torneadas y con rejilla, la del señor Julián con su forma hecha y el asiento combado a la forma de su trasero. Justo enfrente de la mesa una radio con su paño encima y un montón de cosas haciendo un gran equilibrio. El resto de la habitación lo cubrían trapos, grietas y recuerdos rotos.


El señor Julián era un guardia civil retirado, y todo su aspecto decadente parecía recordar su pasado. Siempre lo vi de paisano y me costaba imaginármelo con el tricornio en su cabeza de la que apenas le quedaban unos cuantos pelos que estiraba con ayuda de agua hasta su nuca. De su oficio le quedaba un mal carácter y un hablar ordenando que exigía siempre la contestación de —"sí, señor"—y un firmes cargado de miedo. Era tal su carácter que en casa nunca temimos al coco, ya que mi madre nos amenazaba con que iba a llamar al señor Julián, y en segundos el orden volvía a imperar en casa.


Siempre estaba sentado en su silla, con un palillo que viajaba de lado a lado en la boca, con el pantalón tapando su barriga hasta debajo del pecho, el cinturón suelto y una camiseta interior blanca holgada por todos los lados, algún pelo suelto del pecho que se escapaba y una barba dura de las que rompen cuchillas. De nariz grande y con venitas rojas encabezando su gran tamaño nasal de un color cárdeno permanente. Acostumbraba a toser de una forma asquerosa y entrases a la hora que entrases siempre estaba igual, como si no se hubiera movido de un día a otro.


El señor Julián parecía que carecía de sentimientos, sólo gruñía y ordenaba desde su silla todo lo tenía que hacer su paciente mujer, la señora Valeriana. Cuando su hija Laura llegó un día con una barriga de madre soltera mi madre intentó que no oyéramos los gritos que de la guarida salían. Así nació Daniel, un niño que a los pocos años, cuando apenas sabes de nada, se despertó, como todos nosotros, una mañana de febrero de 1981 frente a su vaso de Cola-Cao, con la noticia de que habían asesinado a su madre, limpiadora de la Universidad de Zaragoza, con un estilete en el corazón cuando de madrugada iba a su trabajo.


Corrieron rumores de todo tipo, y hasta recuerdo que un periodista cuando salía a comprar la gaseosa Konga al vinatero me paró y me preguntó por si sabía algo. Al día siguiente en el Heraldo el asesinato aparecía en sucesos, ni la robaron, ni la violaron, sólo le clavaron tres puñaladas de auténtico profesional. Aquella noticia pronto desapareció y curiosamente las investigaciones nunca llegaron a nada. En la calle las vecinas eran más aventajadas y a escondidas en el puesto de la fruta apuntaban a culpables entre borrajas y puerros. A los pocos años murió el señor Julián, sin mayor tristeza y con ninguna alegría, a Daniel se lo llevaron a casa de un hermano y la señora Valeriana se quedó sola en ese piso y sin nadie que le pudiera dar órdenes.


Las fotografías no son reales, sólo para apoyar la historia.

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