viernes, 18 de enero de 2013

La lluvia gris y la senda en Gasteiz



Cuando un manto de fina lluvia cae sobre Gasteiz, una magia especial lo cubre todo, el cielo gris inunda de color plomizo las calles y los reflejos de las gotas que caen en un manto fino reparten brillos que devuelven los colores más intensos de la mañana. Las ramas de los árboles, secas de hojas, se dejan bañar y alargan sus ramas para abrazar a unas nubes a las que nunca alcanzarán.


Sobre el parque del Prado las hojas alfombran el césped, esconden caminos y lo tiñen todo de un mosaico de piezas que no encajan pero que siempre quedan bien. La antigua dehesa respira historia de pasto de animales en otros tiempos, de otras vidas y de muchas lluvias, tiempos diferentes de naturalezas iguales.


Los bancos descansan arropados de los árboles centenarios que taladran el parque mientras los runners recorren su perímetro apartando la lluvia de la frente y salpicando tras sus grandes zancadas.


Frente a mi paseo Francisco de Vitoria, con su pose de justicia y su tez pétrea blanca reposando sobre las piedras húmedas de la lluvia que borraban lo que la placa decía a quien tanto honró su nombre. Nos miramos y seguí los pasos de su mirada a sabiendas de que me llevaría por un buen camino.


La lluvia paraba y arrancaba por momentos, y la gente como los caracoles, aprovechaba los descansos, plegaba los paraguas y se lanzaba paseo arriba, paseo abajo, custodiados por los árboles y jalonados por las casas que susurran historia a cada paso.


En uno de los lados sobre una negra verja se abre el Museo de Bellas Artes, la lluvia ha mojado sus baldosas y las hojas del otoño se han retirado plenamente de los jardines dejando todo en su sitio, ordenado, como las obras costumbristas que aloja.


La mansión neo-renancentista se muestra radiante, el agua de lluvia ha potenciado el color de la piedra, el palacio Augustín-Zulueta construido entre 1912 y 1916 bajo la dirección de los arquitectos Javier de Luque y Julián de Apraiz en el entonces afamado ensanche vitoriano y que en la actualidad se sigue denominando el paseo de la Senda. En su interior descansan Solanas y Zuloagas al resguardo de la lluvia.


Salgo fuera, no sin fijarme en las dos caras húmedas que adosadas a la verja de la puerta miran lateralmente a todos los que caminamos por la senda. Guerrero y dama, mirada desafiante y mirada caída, frío metal que dice mucho mientras el agua vuelve a caer.


De la vida vegetal que surge entre las verjas y las casas, surgen gotas que se agarran a los tallos y se niegan a caer. Las piedras acompañan a las mansiones que atraen las vistas de los nuevos y se pierden entre los que pasean a diario y se olvidan de mirar hacia los lados.


A un lado un colegio de aspecto terrorífico y gótico, los árboles parece que compiten en tenebrismo y las hojas tan sólo quedan en un lado, como si las de un lado se hubieran asustado de lo que ven durante el día. La lluvia arrecia y la senda brilla más que nunca.


Al final la mañana acaba, húmeda con una alfombra de hojas que aguantan desde el otoño y marcho en busca de una senda que me lleve a un lugar y no me siento capaz de iniciar nueva vida sin más.

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