El martes pasado, mi tío Fabri apagó su voz profunda y sin hacer honor a su genio se marchó de callada manera, en el silencio de una casa en la que todavía quedaban sus recuerdos de muchos años flotando en el ambiente. Su boina, compañera inseparable descansa ahora, sin nada que hacer, triste y sola. Cuando me enteré de su marcha fue como si me hubieran arrebatado el recuerdo de muchos años de infancia de juventud en el pequeño pueblo de Leache, en un pueblo donde los sueños de un niño se podían hacer realidad.
Todo el martes, cuando Fabri dejó de aspirar su último aliento, el día se rompió, no dejó de caer agua, apagando cualquier rayo de sol y ennegreciendo el cielo para que se hiciera la noche cuanto antes. Por la noche no podía evitar recordar sus pequeños ojos sabios, que se escondían entre sus grandes párpados, y con los que cada vez que te miraba hablaba. Al día siguiente marché con mis padres camino de un pueblo que no me esperaba con la mejor de las alegrías, pero que el reencuentro con tanta gente querida calmaba la tristeza que me pedía el cuerpo.
En un día triste que rompía a llover después de misa, la gente se agolpó a las puertas de casa Sorraco y en el atrio de la iglesia de la Asunción. Todos para decir adiós a Fabriciano Gorráiz Ayesa, que a sus 92 años su cansado corazón dijo basta. Mucho cariño y recuerdos vividos flotaban en el ambiente, nadie los contaba, pero todos los recordaban en lo más profundo. Le despedimos en un cementerio embarrado, con la lluvia resbalando por los paragüas y a golpes de tierra húmeda que rebotaban sobre un ataúd que guardaba silencio. Toda una vida se quedo enterrada, pero no su recuerdo.
Mi tío, nunca fue mi tío, lo fue de mi madre, pero nosotros siempre le llamamos tío. Nació en casa Rojo, una de las casas más pobres de Leache, colocada en un extremo del pueblo, donde la palabra lejos no existe, y junto a casa Samarro. Desde siempre junto con sus hermanos les tocó trabajar muy duro y pelear por salir adelante en unos años muy duros.
Había nacido un lunes 22 de agosto de 1921, en un día de tiempo inestable, sus padres Prudencio y Margarita, traían una nueva ayuda a sumar a la mermada economía familiar. Su hermano Segundo correteaba todavía por la casa cuando su hermano rompía a llorar en la pila bautismal de la iglesia de la Asunción. Su infancia corrió entre el campo y una escuela en la que Fabri aprendía a amar los libros, placer que le acompañaría durante toda su vida.
Al estallar la guerra su hermano Segundo fue uno de los primeros en alistarse, combatió con las Brigadas Navarras. En el verano de 1937 se encontraba en el frente norte, en la Agrupación Lillo al mando de Ceano, al que se habían añadido junto con las tropas que habían tomado el País Vasco y Cantabria, que junto con Muñoz Grandes se enfrentan a las tropas republicanas de Silvino Morán y Sánchez Noriega. Unos 40.000 republicanos los esperaban en el terreno escarpado y áspero de los Picos de Europa y la Sierra del Cuera.
Desde aquel día el recuerdo de su hermano quedó siempre en él, y después de la guerra se incorporó a los requetés luciendo su boina roja y el recuerdo de Segundo que siempre le acompañó en una de las paredes de la iglesia con un dintel recuperado de la vieja iglesia de San Martín de Tours en lo alto del pueblo. Para nosotros de pequeños era el rincón donde nos juntábamos todos los niños a resguardarnos del viento en el atrio de la iglesia y sobre sus paredes dejábamos las bicis y balones en las tardes de verano.
A mi tío Fabri siempre lo conocí igual, con su boina resguardando su escaso pelo blanco, sus pequeño ojos, una nariz grande y una cara curtida por el sol y de barba recia y dura. Pantalones un poco caídos a la altura de la tripa y un cinto que daba varias vueltas hasta encontrar el agujero perfecto. Amante del buen comer y mejor beber, hombre de magras con tomate, gran cocinero de migas y ensaladas aliñadas con vinagre de vino rebajado con agua. Cerca de él, siempre un libro, un periódico o aquellas revistas de Reader's Digest que en España se llamó Selecciones.
Se casó con Pilar, la hermanastra de mi abuela Angelita, y desde entonces fue mi tío Fabri, yo ya lo conocí mayor, pero siempre con la misma energía. Casa Sorraco era nuestro punto de encuentro en los veranos que nos hicieron persona en Leache. Acudíamos nada más llegar al calor de esa casa en la que podíamos ver la tele, mientras el resto de gente disfrutaba de la siesta estival.
Mi tío en aquellos veranos siempre estaba preparando algún apero para el tractor o organizando la tarea del día, lo recuerdo subido en un lateral de aquel tractor Ebro rojo que veíamos marchar bailando al compás de las piedras por los caminos que se perdían entre viñedos y trigales. Mientras Pedro y Adolfo en aquellos años realizaban la parte dura del campo, Fabri, a distancia controlaba todas las operaciones, y en más de una ocasión dejaba salir su mal genio con una voz socarrona que a veces era difícil de entender sino estabas todos los días con él.
Los mismos campos que lo vieron vivir, sufrir por ellos y rezar por una buena cosecha. Campos que miraba esperando respuestas mientras se secaba con la enorme palma de su mano el sudor que corría por su nuca, mientras se levantaba levemente la boina para volver a colocarla en su sitio. Lo recuerdo preparándose para misa los viernes por la tarde al compás de la cita que recordaban las campanas, jamás fue hombre de bar, pero sí de tertulia y de gran risa que conseguía despertar con mi humor y mis chistes.
Así disfrutábamos todos juntos aquellos veranos de agosto que a la altura de su cumpleaños coincidían muchos años las fiestas del pueblo. Días de risas, conejo con pimientos, bacalao y pacharán casero entre chiste y chiste. Lo recuerdo riéndose con aquella sonrisa que le movía hasta el corazón y diciéndome "jodido crío". Con la juventud y los amores aquellos veranos nunca volvieron, le di un poco espaldas a un pueblo, al que nunca he olvidado y ellos a mi tampoco, un tiempo que espero recuperar más pronto que tarde.
La última vez que vi a mi tío fue hace unos años, lo recuerdo apoyado sobre su mesa camilla, con su chaqueta de campo de lana y la cremallera medio subida, con sus ojos pequeños mirándome e intentando leer mis labios ya que sus oídos apenas le dejaban escuchar a pesar de sus audífonos. Charlamos sobre mis descubrimientos de la Guerra de la Independencia en Leache y me habló del campo de los muertos, arriba del pueblo, junto a la sierra, donde cuando labraban para sembrar en más de una ocasión sacaron casacas, hebillas y restos de armas de aquella batalla en la que las tropas de Espoz y Mina derrotaron a las de Reille.
Aquella conversación quedó pendiente, con la promesa de ser continuada, pero el tiempo me ha arrebatado sus respuestas. Ahora que me falta tendría tantas cosas que preguntarle, tanto tiempo que dedicarle, que ahora me apeno de lo que no he hecho. Mientras la noche ya caía sobre Leache, con unas nubes guerreras que lanzaban agua, nos marchábamos en silencio y con el recuerdo de una persona que fue buena y que siempre seguirá entre aquellos viñedos y los trigales cada verano que vuelva al pueblo que le vio nacer. Adiós, tío Fabri.
Lo siento David. Bonito recuerdo, cuando se va alguien al que aprecias, siempre te das cuenta de que quedo algo "pendiente en el tintero" por preguntar.
ResponderEliminarMuchas gracias José Félix, y qué cierto es lo que dices.
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