Después de una Semana Santa en Zaragoza ciudad, entre lluvia que cae y viento que sopla, golpes de tambor y escenografías de otro tiempo, mi corazón añoraba olor a mar, el solecito en la cara y los pájaros parlanchines que me despiertan cada vez que voy a Asturias. Hubiera soñado por un aire fresco que arrastrara el olor a incienso que quedaba tras el paso de encapuchados por las calles.
Añoré entre comidas familiares, idas y vueltas, buenos ratos con amigos, la paz del norte, la fuerza que me arrastra a mirar un mar que nunca se acaba, a vivir los pequeños momentos que por triviales son maravillosos. Buceé entre mis recuerdos para tocar esas hiedras y sentir el sudor que desborda sobre la frente después de un día de lucha contra las malas hierbas.
Alojé el deseo de volver pronto, y mi corazón volvió a ser grande. Revolverme entre los recuerdos, aunque me hacían algo de daño, fue bueno, por un momento viajé a ese rincón que todos guardamos, dentro de nosotros mismos, cargado de cosas buenas, de los sueños que nunca duermen.
La noche llegó y al darle un beso a la niña que espero, sólo me dieron ganas de llevarla al norte y bañarla en las aguas de un mar que todo lo cura.
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