Llanes nos recibía con un tono gris al principio de la mañana. Sus árboles desnudos en ramas coqueteaban con las nubes y se dejaban poner flores blancas. Apenas había ruidos, el silencio se dejaba notar, pero no importaba, no hacía falta nada más.
Las murallas de siempre aguantaban en su sitio, vacías de coches y sin turistas viajando de una lado para otro. Las hiedras habían parado su invasión y esperaban ansiosas la llegada del sol.
Enfrente de las almenas de las murallas rugía el mar en silencio, casi afónico, sin ganas de despertar al día que bostezaba sin parar desde dentro de las casas. El color plomizo lo inundaba casi todo, dejando todo en calma y sin apenas color.
Caminamos por las calles todavía algo húmedas de la lluvia de la noche. Nuestros calzados se dejaban oír entre los muros de piedra acrecentando su eco conforme nos distanciábamos del mar y nos acercábamos al corazón del pueblo.
Las plazas guardan también silencio, por momentos parece que caminamos sobre un decorado o un pueblo abandonado, del que ayer salieron todos con suma prisa. Es la hora y no mi mente la que provoca esa sensación de soledad que tan sólo algún perro interrumpe.
Conforme empieza a aparecer el sol, las casas comienzan a tomar unos tonos más amarillos y si uno se fija, hasta de sus muros surgen caras de enfado sobre vasijas en las que ya apuntan flores.
Cerca del puerto los balcones, como si fueran los ojos de las casas, miran al sol buscando calentarse. El sol los quiere por unos minutos y luego se deja ocultar por las nubes para devolver el gris a las fachadas y hacer desaparecer las sombras negras. En el invierno, todos buscan el sol.
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