El otro día, agotado físicamente sobre la cama de un hospital el tío Ricardo dijo adiós. Un cáncer de páncreas le había consumido su cuerpo aunque el espíritu nunca le faltó. Lo fuimos a ver en septiembre, en una mañana de domingo de Vitoria de las que el sol se pelea por traspasar las hojas de los árboles, caminar hacia su casa por Adurtza nos llevó al recuerdo de su hermana que vivía justo enfrente y que hace ya unos años se la llevó lo mismo que le estaba consumiendo a Ricardo. Pero en ese momento no queríamos pensar en esas cosas, lo pasado siempre es pasado.
Llamamos al timbre y subimos a verle con las dos niñas, el portal estaba muy cambiado, hacía muchos años que no pisaba esa casa y ahora tenía hasta ascensor. Llamamos al timbre y Ricardo nos salió a recibir diligente, con esa energía que se gastaba él, de toda la vida, como si la vida fuese maravillosa por el simple hecho de serlo. —¡Hola Ana! ¡Hola David! ¡¿Qué tal majo?!— oyéndole parecía que no había pasado el tiempo, de siempre lo recuerdo empleando esas tres expresiones, y la que más me encantaba era la de "majo", la decía con ese cariño con el que se regalan las palabras cuando quieren decir algo más que simples fonemas o sílabas.
Mientras contestábamos con el cariño que se merecía su cuerpo nos devolvía la realidad del sufrimiento de una enfermedad que se te va comiendo por dentro, pero su mirada delataba la mentalidad del que es fuerte de espíritu. Respondía a todo con resignación animada, como si no pasara nada, como no queriendo ser el protagonista, algo que nunca le había gustado. Miraba a las niñas y sonreía, mientras hablaba con una voz gutural que le había acompañado siempre fruto de muchos años de tabaco, hasta que un día hace ya bastantes años, decidió que no fumaba más y así lo hizo, sin darse importancia ni pedir ayuda, así era Ricardo.
Jubilado ya, siempre le había gustado pasear, ir de aquí para allá, lo recuerdo en verano bien afeitado, con los cuatro pelos que le quedaban peinados hacia atrás, el cinto visible, pantalón de pinzas y su camisa de manga corta de bolsillo abultado del que salían algún boleto de lotería o de la ONCE. Te lo encontrabas y te entretenía poco, como para no molestar, con su voz ronca me decía —¡¿Qué tal majo?!— en un tono entre interrogativo y exclamativo, y tras unos cortos minutos muy afables, volvía a emprender su ruta como si tuviera un destino que no podía abandonar.
Tan sólo había cumplido 74 años, le faltaba poco para los 75, pero el 26 de octubre no se quiso alargar hasta primeros de noviembre. El domingo nos juntamos toda la familia en Vitoria para decirle adiós, y lo hicimos como a él le hubiera gustado, con tristeza contenida y apariencia de buen ánimo, que no se viera la pena que iba por dentro. Fue un placer conocerte Ricardo, y tan sólo me queda decir un —"adiós, majo"— con un fuerte abrazo de los que a ti te gustaba dar. Hasta siempre.
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