Parecía mentira pero los días pasaban muy rápidos, después de un sábado fulgurante entre danzas, comidas de familia y conversaciones de amigos, el domingo se presentaba irremediablemente con el sabor de la última copa y el sonido de la casi última canción. Por delante un nuevo día de fiesta, de zancos y familia que había que intentar estrujar al máximo.
La mañana amaneció fría, pero enseguida el sol se hizo dueño y ahuyentó a las temidas nubes que habían fastidiado un poco la danza del sábado, convirtiéndola en un desafío a la razón. Las calles de Anguiano poco a poco se comenzaban a teñir de gente, con turistas y vecinos de otros pueblos que se acercaban al sonido de las dulzainas y las castañuelas. En un segundo la plaza ya era todo un hervidero, la fiesta estaba por comenzar.
Mi hermano, su mujer y mi sobrino Daniel se encontraban bien apostados en una de las esquinas del atrio de la iglesia. Los saludos se repartían por un lado y por otro, mientras los danzadores ajustaban sus zancos a sus tobillos y rodillas por los más veteranos. El ambiente era puramente familiar, la fiesta de momento no era protagonista y todo se desarrollaba con una enorme tranquilidad.
Alguno de los danzantes hasta silbaba para pasar el rato. Sorprende su tranquilidad ante lo que les viene encima, ya ninguno se acordaba de lo pasado ayer, su juventud no es acorde con su personalidad cuando se calzan unos zancos y se visten como sus antepasados, parecen imbuidos por una gracia especial que los hace diferentes.
Poco a poco en la plaza todo estaba por comenzar. A mi este año me tocaba ver la danza desde una perspectiva un tanto diferente, con mi hija a los hombros intentaba tomar las fotos como podía y había optado por seguirla desde detrás, viendo la cuesta hacia abajo, algo que no suelo hacer.
El tambor comenzó a sonar y el silencio se hizo a las puertas de la iglesia, todos, todos, danzadores y público se comenzó a colocar en su sitio, como si todo estuviera preparado. Los nervios comenzaban a aflorar y la tensión se palpaba. Después uno a uno comenzaron a saltar sobre las escaleras ante los ánimos de la gente y los felices brazos receptores.
Al llegar abajo, un pequeño descanso para dar tiempo a que la gente comenzase a bajar la cuesta y colocarse en cualquier hueco. La música no dejaba de sonar dando un aspecto de banda sonora a lo que estaba por venir. Un último baile al pie de la cuesta y todo se comenzó a acelerar.
Colocado desde arriba es difícil ganar posición para hacer buenas fotos, y menos con un niño sobre los hombros, y más no siendo el único, pero lo que si es cierto es que impresiona mucho más ver la caída de la cuesta sobre la que se lanzan, el vértigo es tremendo y la cuesta se hace infinita.
Los danzadores se iban colocando de espaldas a lo que les esperaba, intentando llevar el ritmo de la música y mirando una última vez para ver si la calle estaba despejada. Sin pensárselo dos veces se lanzaban al vacío, como peonzas que inexplicablemente siguen un camino recto. Unos más rápidos, otros más lento, pero todos con un valor que impresiona.
Poco a poco íbamos descendiendo con ellos. Ver sus caras de frente cuando ellos tenían la cuesta a su espalda, con ese desafío en cierta forma arrogante a lo que está por venir, impresiona un montón. La música sigue, la gente chilla y todos buscamos en el punto final de la cuesta un feliz desenlace. Hasta que finalmente ya casi estamos tan abajo que todo termina con un suspiro de alivio por parte de todos.
Ahora ya sólo quedaba ir de rondas por los bares, comer en familia y lamentablemente marchar para casa con el cuerpo agotado, pero deseando que pronto ya vengan las fiestas de julio y volvamos a repetir un rito que nos hace diferentes.
29/09/2013
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