viernes, 11 de mayo de 2012

Hace 59 años



Tal día como hoy en una de las cunetas de Sangüesa a Aibar en dirección a Leache, mi abuelo Máximo Goñi Moriones caía muerto, con un fuerte dolor en el pecho en 1953. Era además el mismo día en que hacía 119 años había nacido su abuelo Martín Goñi Sos, aquel fue un gran día,se tornaba en el día más feliz para Matías Goñi, era el día en que por fin era padre después de que él no había conocido a los suyos. Pues ese mismo día, el nieto de Martín, en el mismo día que hubiera celebrado su cumpleaños de estar vivo, fallecía en un lateral de la carretera.

Por la mañana de madrugada había emprendido el camino desde su casa de Leache, de detrás de la iglesia, a Sangüesa para cruzar su yegua, se marchó temprano con mi abuela Angelita preparándole algo de comida y refunfuñando por el humor de mi abuelo y sus voces que iban a despertar a los niños, a los que no pudo evitar lanzar un último vistazo sobre sus camas, con un nada silencioso ruido de la manilla.

Bajó al establo, y recibido por un coro de gruñidos y bufidos, cargó a la yegua y con el tejado de la noche sobre su cabeza emprendió camino a Sangüesa, mientras en otras casas del pueblo también se desperezaban con el mismo fin, pero a Máximo le gustaba madrugar. Todavía con el sabor a tostada de pan calentada al fuego y un poco de ajo y aceite, acortaba el camino hacia su destino, recibiendo los primeros rayos de sol de la mañana sobre su pelo perfectamente peinado hacia atrás sin disimular dos importantes entradas.

Ya en Sangüesa a inspeccionar las caballerías y discutir entre unos y otros tratantes por el mejor postor para su yegua. Así pasó el día, entre amigos y conocidos de Leache, Aibar, Lumbier y otros pueblos de la zona, y también con algún que otro vecino que le tenía retirada la palabra. Era un día de calor y se notaba especialmente cansado, así que salió lo antes posible con rumbo a casa, un poco preocupado, pero con el humor del Matías de siempre, como así le llamaban por el primer Goñi de Leache.

Emprendió el camino y cada poco tenía que parar, casi tiraba más la yegua de él, que él de la yegua, le adelantaron los que volvían de Leache y le preguntaban que si se encontraba bien, mi abuelo les mentía, no era hombre de quejas ni de mostrar debilidades, ni tampoco los que volvían de perder tiempo en la vuelta. En una de esas paradas, ya de noche y con el sol del día escondido, se sentó sobre el verde del camino en un lado, y con un fuerte dolor en el pecho que le quitaba la respiración, se dio cuenta que aquello no era un dolor sin importancia, repasó en su cabeza a su mujer y a sus niños, y sólo pensaba que él ahora no podía caer malo, lo necesitaban en casa, tenía los trigos por delante y mil sueños por decidir.

Mientras la noche se ocultaba entre alguna nube perezosa, Máximo quedó tendido en el suelo, mientras la yegua relinchaba a sabiendas que no estaba en buen refugio, allí acurrucado sobre una manta su corazón dejó de latir, mientras su cuerpo abandonaba el calor al frío de la noche. En Leache la noche tan poco fue tranquila, su mujer, Angelita, cuando ya llegaron todos los carros al pueblo y hasta los más perezosos entraban por las tres cruces, se comenzó a preocupar, Máximo no era de los de perderse por ahí, marchó a llamar por las casas, preguntó en casa Martinillo y casa Casimiro, y le contaron como lo habían visto por el camino, acudió a casa Sorraco en busca de ayuda y se consoló con Visi, la hermana de su marido, a la que de tristeza y miedo, sus ojos se le hacían todavía más huecos. Aquella noche la lámpara de aceite no se apagó en casa Matías, sus hijos preguntaban y no obtenían respuesta.

Al alba salieron de Leache en busca de Matías. Ni la radio se encendió en la cocina de su casa, y la leche con natas no supuso una pelea entre hermanos. Angelita lloraba ya sospechando lo peor, y temiendo lo que podía venir. A la noche con un carro volvían los que habían partido en su busca, con el cuerpo de Máximo detrás, después de que la guardia civil y el secretario dejaran levantar el cuerpo cuando el médico ratificó su muerte natural. Detrás del carro venía amarrada la yegua, única testigo de lo sucedido y sin saberlo entonces, preñada de aquel día en la monta de Sangüesa. Casi sin entrar en el pueblo el carro, casi todo el pueblo ya sabía la noticia y los llantos se oían sobre los ecos de las paredes de piedra. Sus hijos comenzaron a vivir un nuevo tiempo, que les había llegado de la noche a la mañana, sin poder despedirse de su padre, y sin saber muy bien lo que había pasado.

Tal día como hoy, hace 59 años, mi abuelo nos dijo adiós mirando a las estrellas.



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