Una parte del viaje ya estaba realizada, la parte más solitaria, la que se llena con silencios y recuerdos firmados en el tiempo, la del cuerpo destrozado de tanto asiento, la de los ojos abiertos a miles de miradas en una ciudad que todo lo que me ofrece es nuevo, la que me conducía a mi destino.
Nada más bajar del tren miré hacia un lado y otro, memorizando todo lo que me rodeaba para controlar el espacio mejor a la vuelta. Debía de tomar un taxi para dirigirme al hotel, pero mi curiosidad genética me lo impidió, comprobé con mi iPad la distancia al hotel, y armado de atrevimiento me enfilé por unas calles en las que sus árboles olían a flores, y la gente cruzaba tranvías que no venían. Las ruedas de mi maleta sonaban sobre el dibujo de la acera claqueteando a cada paso. Todo agarrado a mi cuerpo y yo convertido en un hombre gps, encaminaba mis pasos por calles nunca antes pasadas.
Tras sucesivos parones para compropar el éxito de la ruta, me acercaba al lugar de destino. Jaén se mostraba abierto, con grandes calles y casas luminosas, paredes pintadas con dibujos que hablan y carteles que llaman a combates poéticos. El olor a flores me seguía acompañando y la gente parecía que tomaba las calles, las familias viajaban por los parques con destino al último sol del día y las vías del tranvía se abrían paso sobre sus calles verdes sin tendido eléctrico y sin tranvías.
El Hotel Infanta Cristina apareció delante mío, ciertamente había sido buena idea venir andando, estaba cerca. Había disfrutado del primer contacto con la ciudad, más arriba se veía como la ciudad histórica apretaba las casas y elevaba las cuestas, y los tranvías seguían sin pasar. Chequeé mi habitación en recepción, subi a la misma tomando el ascensor en un gesto inútil, ya que sólo subí un piso, me duché y me cambié, llamé por teléfono a unos y a otros, y quedé con María José de la OTRI y con Rafa en el Hotel. Rafa por suerte había acabado antes de lo previsto una presentación de un libro, así que no veríamos antes de lo previsto. Continué con las llamadas de rigor, la comprobación de correos y tarareando la última canción que resonaba en mi cerebro, bajé al hall del hotel.
El hotel se veía abigarrado, excesivamente clásico pero cercano, otros como yo, almas de otras tierras, vagaban por los pasillos y los mármoles buscando a otros compañeros para charlar o tomar algo. Sobre el mármol del suelo rebotaba mi sombra de tanto brillo, por curiosidad miré hacia todos los lados queriéndolo ver todo y buscando el bar para calmar mi sed.
Miré hacia arriba y me deslumbré. La cúpula que daba al pasillo de las habitaciones se mostraba altiva, luminosa y radiante, con aires de principios de siglo, haciendo honor al nombre del hotel. Los pasillos de las habitaciones la rodeaban en paralelas sinuosas que sólo se rompían por el ascensor y sus reflejos.
Los salones no se quedaban atrás, los sofás haciendo piña mostraban sus cueros musculados de gimnasio que brillaban radiantes, entre muebles de estilo antiguo y jarrones demasiado rococó para albergar flores vivas. Mis pasos retumbaban en el espacio, una puerta más allá estaba el restaurante, casi al pie de las escaleras.
Daba tiempo a la llegada de mis anfitriones y me detenía viendo ángeles que defendían las ventanas de ojos indiscretos, junto a relojes antiguos que a deshora llaman a retreta entre espejos y lámparas bajas. Fuera el día se iba apagando al compás de los minutos.
Sobre las paredes cuadros costumbristas con escenas campesinas, de caza o de otros gustos retro, los miraba y me asombraba lo bien que quedarían todos en casa de mis padres. Me asombra como me gusta mirar cuadros, sea cual sea su calidad, al final detrás de cada lienzo siempre hay un pintor contando algo, diciéndonos cosas de su vida, aunque ciertamente, éstos del hotel me decían pocas cosas.
Me dirigí al bar, que tal vez es lo que tenía que haber hecho primero, solicité y rogué una cerveza bien fría, que por suerte vino con tapa incluida, como suelen hacer los buenos bares de Madrid para abajo. Aproveché para contestar a las redes sociales y pronto llegaron María José y Rafa, al poco. Después de los saludos de rigor, presentaciones visuales y reencuentros, encaminamos nuestros cuerpos a la zona del Boulevard.
Paramos en el Matahambre, y vaya si lo hicimos, más de una cerveza cayó al ritmo de tercio, mientras las tostadas y otros suculentos plantos se arremolinaban en la mesa. Charlamos y comentamos sobre la vida y Jaén, la Universidad y los días que nos tocaban vivir, al compás de las tapas que llegaban y las cervezas que se llevaban.
Maria José nos dejó pronto y nos quedamos solos Rafa y yo, le enseñé la presentación que iba a hacer al día siguiente y continuamos charlando sobre el ayer y las curiosidades que trae la vida. Los tercios seguían llegando y las historias se remataban a golpe de sinceridad como sino hubiera pasado el tiempo. Aquellas historias que se quedaron colgadas en el Instituto parecía que cobraban vida en el presente, adornándose de anécdotas que viajaban en el tiempo y soñaban con volver.
Finalmente y algo tarde, decidimos marcharnos, camino al hotel seguimos arreglando el mundo y dejando a los surcos de la vida continuar su camino. Ya en el hotel, despedida a una noche muy agradable, preparando la jornada del día siguiente de ruta turística por la ciudad, Rafa me llevaría a conocer castillos, iglesias, museos y lo que se ponga por delante, y por fin, a descansar un poco. Tras las despedidas, el hotel se mostraba vacío y solitario, alguna sombra se movía por recepción, pero todo invitaba al mayor de los silencios.
La habitación estaba como la dejé, un poco maltrecha y desordenada por las prisas, la tele me acompañaba en la soledad de una habitación grande por todos los costados. Mientras en 24 horas repetían el telediario una y otra vez, amargándome el sueño, dos angelotes en cuadros mal colgados custodiaban mis pensamientos que viajaban de un lado a otro sin albergar descanso.
El día acababa entre ecos de voces y cansancio acumulado, dormir se hacía difícil, y las horas de descanso se acortaron con el despertar. Un nuevo día comenzaba y los sueños volvían a empezar.
Esos angelotes me suenan... ¿no los llevarías en la maleta, para sentirte en todas partes como en casa?
ResponderEliminarJa, ja, no había caído :)
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