Corría un miércoles 19 de junio en Leache, sus calles habían amanecido pronto, el cabrero había recogido las cabras a primera hora y mientras los animales corrían en busca del pasto, en casa Matías y en casa Sorraco se preparaban para la celebración de una boda. El día había amanecido fresco, en un año de posguerra que había sido muy duro para todos, apenas hacía un año que había acabado la guerra y todavía se lloraban los muertos del pueblo, otros, los que habían vuelto se recuperaban del dolor y de todo el horror que sus ojos habían visto. El racionamiento y la tristeza se había impuesto en aquellos tiempos en los que tan sólo era importante tirar para adelante.
Así lo hiceron, Máximo Goñi Moriones y Angelita Loperena Salinas. Máximo tenía entonces 36 años, se había librado de la guerra por cuidar las tierras y a la familia junto con su padre Valentín y sus dos hermanas mayores, la Visi y Paulina, su hermano pequeño con el que se llevaba tres años, partió hacia el frente y consiguió volver, pero nunca volvió a ser el mismo. Ángelita tenía 26 años aquel 19 de junio, aunque estaba para cumplir 27 un mes después, en julio, la guerra le había dejado la cara marchita y su ropa de luto al tener que enterrar hacía poco tiempo a su hermano Jesús Loperena que había vuelto del frente con fiebres y tiritonas que el médico de Aibar no pudo curar, de cuatro que eran en casa en un comienzo, ya sólo dos, ella y su madre María Salinas Sola, su padre Ángel y ahora Jesús se habían quedado por el camino.
Para Angelita aquella boda suponía un gran paso, su difícil relación con su padrastro Ignacio Zabalza no hacía fácil el día a día, y conforme se había hecho mayor, todavía era peor. Para Máximo era distinto, pero en el fondo también era un reto, de trabajar con su padre pasaba a llevar sus propias tierras y tomar sus propias decisiones, y vaya si las quería tomar, siempre andaba pensando en levantar viñas o plantar olivos, en tiempos en los que la prudencia llevaba a ser mucho más cauto.
Angelita limpiaba sus collares y ajustaba su vestido negro, entonces todavía no se llevaban los trajes blancos de boda, sus hermanastras más pequeñas le ayudaban en un día en el que las ilusiones lo desbordaban todo de una forma contenida, sin aspavientos. Máximo, en su casa se repeinaba con gomina su pelo y ajustaba el nudo de la corbata sobre su camisa blanca. Pronto empezó gente a desfilar para dar la enhorabuena al novio y catar algo de desayuno, el poco que se podía repartir. A las 12 llegó la misa y las campanas de la iglesia de la Asunción llamaron a boda a todo el pueblo, los labradores ya habían vuelto de la faena, para arreglarse en la medida de lo posible, aunque alguno todavía volvía por el camino con su mula cargada cuando salían de la iglesia la pareja de novios, ya casados, entre gritos de alegría y parabienes, y muchos niños pequeños correteando de un lado a otro.
La comida se hizo en casa Matías y allí corrió lo que podía correr, que era más bien poco, aunque Valentín, su padre, intento que fuera lo mejor que podía, para eso era el primer hijo que se le casaba. Después baile con los músicos del pueblo, en un ambiente distendido y en el que el calor apretaba, y el sol pegaba fuerte sobre las solanas y las paredes de piedra de las casas. Tras el barullo, bromas de quintos y alguno que se retiraba chisposo a casa, Matías y Angelita se quedaban por fin solos, sin prudencias ni cortapisas, comenzando una nueva vida juntos, de la que apenas Máximo pudo disfrutar 13 años más antes de fallecer, pero fueron 13 años en el que no paró de hacer cosas y fruto de ello fue que el 2 de junio del año siguiente, nacía su primera hija, a la que pusieron por nombre María Isabel y que es hoy mi madre. Felicidades abuelos.
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