Amanecía el día temprano con un sol radiante en Jaén, las primeras antenas y las esquinas de los áticos de los edificios que tenía enfrente del hotel se iluminaban en triángulos de sol que peleaban con las sombras. Mientras repasaba lo vivido en los últimos días preparaba una maleta que se cerraba para la vuelta, al compás que la ducha se prestaba a despejarme. El último desayuno en el hotel tenía el sabor a aceite de Jaén, y apurando la tostada con un café más negro que sabroso, degustaba las primeras horas de un día que me llevaba de regreso a Zaragoza.
Con un camino ya conocido de la llegada me marché andando a la estación de tren, en las aceras la poca gente que paseaba, todavía se desperezaba con carpetas pegadas a sus pechos, rumbo a institutos en los que les esperaban exámenes que harían todo lo posible por evitar, otros marchaban hacia sus puestos de trabajo con el olor en sus caras de un afeitado de antaño. En la estación apenas había gente, ni ruido, ni nada que le hiciera parecer un sitio de llegadas y de salidas, su tamaño pequeño también reducía las emociones.
Mientras daba tiempo, miraba a los andenes en los que los trenes esperaban la marcha, prestos al viaje. El eco traía voces que sólo el silencio hacía grandes. Repaso de móviles, repaso de correos, repaso de la vida cotidiana, todo de paso.
Comprobé el billete por penúltima vez antes de subir al tren, pensando en qué hacer cuando llegáse a Madrid para que no me pasase lo mismo que en la llegada, me tocaba parar en Chamartín y yo salía desde Atocha de nuevo, confiaba en que previamente parase en Atocha, pero para descubrirlo todavía me faltaban unas horas de viaje.
Sentado y apostado junto a la ventana el tren comenzaba a ponerse en marcha, sobre el andén más gente de la que había en un comienzo llegó de repente, despedidas de amor que apretaban brazos contra cuerpos y donde los besos tenían menos importancia que las miradas, convertidas ahora en ojos con vista perdida, que todo lo quieren ver, y nada pueden retener. Las manos se agitan en forma de despedida y aunque tienen otros destinatarios, yo me siento también halagado por esos brazos que giran y me dicen adiós, al compás de las ventanas que desaparecen simétricamente en el andén.
Comienza la parte más dura del viaje, mientras la gente se acaba de acomodar y en la pantalla del televisor en lugar de películas nos anticipan la siguiente parada. El silencio de la gente que todavía bosteza con las marcas de la almohada pegadas en la cara, hace que todavía el tren sea más protagonista, y su ruido se convierte en un monótono son que todo lo adormece.
Sin compañía, todo lo miro y nada veo, ojeo las noticias del día en el iPad, para leer titulares que me hablan de un país extraño que creía el mío, de un sitio donde ocurren cosas extrañas que no comparto y que me hacen sentir extranjero en mi propia casa. Entre primas de riesgo, corrupción y dedocracia, levanto la mirada, buscando en el pasaje respuestas.
Del pasaje, me voy al paisaje para encontrar lo mismo, árboles que se mueven y olivos que se clavan a una tierra que han hecho suya, montecitos que bajan y montecitos que suben, acompasados por un tren que anuncia una nueva parada, una nueva estación como si fuera Semana Santa.
Por fin llegamos a Madrid y el tren, efectivamente, primero paró en Atocha, así que sabedor del truco me bajé y aún me dio tiempo para adelantar mi billete de vuelta, así que prisas en la taquilla y prisas para subir a un tren abarrotado de ejecutivos con ordenadores y comerciales pegados a un móvil, desde el que despachan trabajos, sin el pudor de que se oigan sus conversaciones.
En un visto y no visto el Ave para en Zaragoza, todos los que bajan como autómatas toman sus maletas y hacen colas organizadas frente a la puerta que se va a abrir, algunos abuelos turistas, no la respetan y avanzan hasta la misma puerta entre la mirada atónita de la gente que respetuosamente hacía fila, pero la ignorancia sale una vez más victoriosa. La puerta se abre y todos salimos sabedores de nuestros destinos.
Tomo el billete para el tren de cercanías que me llevará hacia la estrenada estación de Goya del tranvía, y espero, espero en una ciudad en la que se me hacía difícil imaginar tomar un tranvía para llegar al centro. La gente se va acumulando a la espera de un tren que hemos visto pasar en la otra dirección y del que sólo nos queda volverlo a ver aparecer.
El tren tarda, cuando te bajas del Ave, todo parece que tarda más de lo normal. Unas abuelas agradecen que les ceda el asiento de espera en el andén, y sus parejas de abuelos agradecen por ellas con gentil sonrisa de boca arreglada, buscando conversación por nada. En otros andenes otros trenes dejan y toman gente repitiéndose el proceso una y otra vez, con tal paralelismo que parecen siempre los mismos viajeros los que bajan y los que suben.
Por fin viene el tranvía o tren de enlace, que tomo por primera vez en Zaragoza, por unos segundos me parece estar de nuevo en Madrid, aunque me despierto de mi ensoñación al oír a una voz metálica que anuncia la parada en el Portillo, un minuto más y el tren para en la Avenida Goya, asciendo unas escaleras metálicas y contemplo mi ciudad de Zaragoza, aunque todavía guardo entre mis aromas los olores a flor de la ciudad de Jaén.
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