Eran Fiestas del Pilar. Zaragoza se llenaba de gente en su día grande, gente vestida de domingo y revestida con trajes regionales, gafas de sol que tapan ojeras, pelos al viento y encima de ellos, dominándolos, un montón de globicos, como diríamos aquí. Bob Esponja, más hinchado que nunca los miraba sonriente mientras una cuerda tiraba, en salva sea la parte, con fuerza. Bob flotaba como nunca y se dejaba mecer por el viento haciéndole ojitos a un grupo de globos, donde había visto a Dora la exploradora.
En casi todos los sitios había un minarete de globos de brillantes colores. Del tumulto sobresalían personajes deseando atraer a niños hacia sus cuerdas. Spiderman ya lo había conseguido, un niño tiraba de el, en salva sea la parte, con el orgullo del trofeo conseguido, mientras el abuelo se seguía mirando la cartera y preguntándose, cómo podía ser tan caro un globico de colores. Por detrás asomaban un pitufo, Dora (que buscaba a lo lejos a Bob), Rayo McQueen, Sonic, Doraemon y caballitos azules y rosas.
Sin casi dar un paso otra torre de globicos aguardaba a niños indefensos. Alguna madre se acercaba a preguntar precios, intentaba regatear, y volvía mirando a su hijo y agitando con desdén la cabeza de un lado a otro, a la vez que, creyéndose alejada del globero, dos pasos más adelante, le increpaba a su hijo, con un "ni hablar" típico de madre.
Una baturra infantil había logrado convencer, por cabezonería seguramente, a su abuela para la compra de un unicornio rosa. La abuela diligentemente ataba la cuerda, que esta vez salía de la tripa equina, dudándo de si su nieta podría salir volando detrás del zepelín con cuerno.
El orgulloso propietario de Spiderman, tiraba de sus partes con la fuerza de sus pasos, sin que el superhéroes pudiera hacer nada, ni el sentido arácnido le había servido para evitar semejante tortura, y penaba pensando en el listo al que se le había ocurrido poner el pitorro en ese sitio.
Mientras alguna baturra intentaba dormir a su crío en medio del barullo, dos abuelos intentaban impedir que su nieta, disfrazada de Agustina de Aragón, y tomando su temple por bandera, se lanzara hacia la captura de unos globos que había en el suelo. Uno de los abuelos intentaba el truco de "mira lo que tengo en esta mano", a sabiendas de que no tenía nada, y el otro intentaba dialogar con el mejor de los talantes. La niña con los ojos enrojecidos de furia globil ni les hacía caso.
Por cualquier calle por la que pasásemos allí había globos, siempre agarrados a un hombre que tiraba de sus múltiples cuerdas con exagerado desánimo y mala venta, pese a ello, los globicos brillantes atraían a los niños como una Playstation a la puerta de un colegio.
El Pilar tampoco se libraba, y mientras a la virgen la adornaban de vivas flores, a las puertas del templo se ofrecían delfines, Doraemons, Bob's, Rayos y unicornios, antes de intentar poner una vela, o de esperar para dar un beso a un mármol.
Otros globicos, por suerte, recuperaban parcialmente la libertad, flotando encima de los tejados, liberados de su enfurruñado dueño que los había tenido que soltar tras una carrera con hombres vestidos de azul y visera calada. Por mala suerte, una antena se cruzó en su camino y los dejó ahí parados.
Desde abajo, el malcarado vendedor los mira con rabia, pensando en cómo poderlos recuperar. Mientras, los globicos siguen sperando que una ola de viento, los devuelva al inmenso cielo, donde Bob y Dora por fin puedan estar sólos con sus amigos.
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