Por la tarde del sábado de Gracias, la lluvia ha parado, y como tantos años atrás el rito se repite. Todo Anguiano camina por el desfiladero del Najerilla y sube a la iglesia de San Andrés. La gente se acumula, vecinos del año, vecinos de fin de semana, vecinos de fiestas y vecinos de lo desconocido se arremolinan entre los danzadores, que serían uno más, si no fuera por los vivos colores de su chaleco y su falda damasquinada.
Los danzadores viejos, en una mezcla de veteranía y respeto, atan con fuerza los zancos de haya, apretujando las cuerdas de cáñamo a unas piernas, que apenas tiemblan, pese a lo que se les viene por delante. Las enaguas blancas vuelan entre las cabezas de la gente y un murmullo silencioso se apodera de todo por momentos.
Mientras, curiosos y fetichistas de los recuerdos, lanzan sus flashes al cielo, agitan sus dedos sobre las cámaras, intentando dejar testimonio de lo que allí están viviendo. Los danzantes se dejan hacer, se sienten casi invisibles, aunque saben que todos los ojos les miran, ellos casi ni los sienten, por momentos hasta se sienten solos, imbuidos en sus pensamientos de la responsabilidad que llevan por dentro.
El cachiberrio, poeta de versos, con sabor a conversación de bar o fin de cena, aguarda con paciencia mientras se pertrechan los ya zancudos danzadores. Agarra con fuerza su latiguillo de cola de caballo mientras charla con unos y con otros, lo extraordinario y lo ordinario se mezcla en la tarde, y no hay nada más extraño que lo que los ojos no ven.
Al poco, por encima de las cabezas de sus vecinos comienzan a surgir gigantes de colores que compiten con niños que se aferran, más que nunca, a las cabezas y hombros de sus padres, sienten una especie de miedo y curiosidad que les hace permanecer en silencio. La gente les deja pasar, sin demasiado esfuerzo, tan sólo evitando zancos y golpes innecesarios. Todos ayudan con sus manos a mantener su equilibrio, y los danzadores se lo pagan apoyando sus manos sobre hombros anónimos mientras rompen las castañuelas el silencio de la tarde.
Pronto todo va a comenzar. Se calientan rodillas y enfrían nervios, los danzadores se prepararan. La gente se comienza a colocar sobre la escalera que abre paso al atrio de la iglesia, unos a los lados, otros subidos sobre el murete y los más valientes abajo, esperando la llegada de los zancos. Los empujones comienzan y todo está a punto de empezar.
La musiquilla de dulzainas y tamboriles irrumpe en la tarde, su sonido marca el paso y produce silencios. Todo está a punto de empezar, todo está a punto de repetirse un año más. La gente se aprieta más y las escaleras esperan la llegada del primer valiente. Sin pensárselo mucho, comienza a girar sobre los zancos y a coger velocidad, al final vienen las escaleras, tomarlas bien ya sólo es cuestión de suerte.
Uno a uno se van dejando caer sobre una gente que les espera y les aplaude. Las cámaras, móviles y todo que retenga sueños, se disparan sin pausa al compás de gritos y silencios. Un par de sustos y lo demás triunfos, se respira hondo y por un segundo, un descanso, frente a casas blasonadas. Los danzadores aguardan apoyados en la pared del atrio, y dejan pasar a todos que comienzan a bajar por una cuesta que en breve abrirá paso al baile de faldas amarillas acompasadas al son de castañuelas que giran al viento.
La gente a duras penas les deja paso, todos se vienen hacia adelante, haciendo la cuesta más pequeña si cabe, más difícil sin duda. Los primeros se dejan caer desde arriba ganando más y más velocidad. Por momentos todo pasa muy rápido y en otros, el tiempo se detiene al compás de un susto. Cabezas que salen para poder ver y luego espaldas que se pegan a una pared con el miedo en el cuerpo.
Las bajadas se convierten en secuencias de giros que se van aproximando, cada uno es un suspiro y un alivio que precede al siguiente. Bajar para luego subir, ilusiones cumplidas que casi ni se disfrutan en una cuesta que tras cada bajada se hace cada vez más dura.
Por momentos parece que vuelan, que sus zancos apenas tocan las redondeadas piedras del suelo. Las caras giran a su compás, dejando atrás prólogos y preludios, esperas que ya no se recuerdan, el tiempo se para y todos somos conscientes que muchos años atrás, nuestros padres y abuelos vivían algo muy semejante. Por un momento se palpa la historia.
Las emociones conviven con la demostraciones de fuerza que se suceden en cada bajada de los danzadores. En cada viaje los estómagos se encogen, por muchas veces que se haya visto antes, la sensación siempre es la misma. Al fondo los tamboriles y el sonido del viento se van aproximando y empujan a los danzadores hacia la plaza.
Poco a poco, la cuesta se empequeñece, y sólo entonces, los veteranos y los nuevos, se relajan y disfrutan del trozo de historia que se acaba de cumplir de nuevo. La cuesta, transformada en curvas y vuelos de faldas llega a su fin. Empujones en la plaza, abren huecos a la llegada de castañuelas y zancos.
Todo suena a final, a catarsis colectiva, a deseos cumplidos, a caras conocidas. Ya en la plaza todos se sienten seguros, los torpes y los valientes. Mientras la luz azul comienza a apagarse, sus colores brillan más que nunca.
Tras un último baile, unos giros y zancos que vuelan en una demostración de rabia por lo que se acaba. Los aplausos rompen la tarde, ya no se oyen tambores, ni dulzainas, las castañuelas callan, mañana será otro día para que vuelvan a soñar.
Os dejo con un vídeo que pude grabar desde abajo de la cuesta:
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