La llegada de la noche despertó a las bombillas dormidas durante el día. Ahora era su hora y se mostraban brillantes calentando sus cuerpos transparentes con luces blancas que iluminaban un cielo cada vez más negro. La gente a sus pies paseaba ceñida en sus abrigos, pisando sus sombras entre los reflejos amarillos y blancos. Al fondo la ciudad se iluminaba con luces de Navidad.
Las ramas de los árboles desnudas, despojadas por el otoño y el viento de sus hojas, teñían una red de brazos que parecían atravesar las luces cuando en realidad se agarraban a ellas buscando su luz y el cobijo de la noche.
Las calles de Gasteiz olían a cenas en familia, a horno en compañía, mientras la ciudad bostezaba sin prisa y la gente se acurrucaba sobre las aceras dejando las brillantes vías del tren reflejar las luces de la noche. Las tiendas ya cerradas ponían su granito de arena con vivos escaparates que llamaban a comprar y comprar con carteles de colores rojos.
La calle Dato había vestido sus árboles de luces azules convirtiéndolos, a lo lejos, en bolas de Navidad que parecían colgadas del suelo. Aunque había gente parecía que andaba solo por las calles, que dejaban sonar mis pies asociados a un frío que llegaba desde lo más profundo.
La luna se dejaba ver arriba, como una luz más. A la izquierda se abría una nueva calle de luces en espirales rojas y con bolas blancas. Sorteé encuentros callejeros y abrazos de compromiso y me dejé llevar por el camino que me proponían.
Alguna canción sale de las paredes de las casas, villancicos distorsionados que se golpean con el apasionado violinista de instrumento blanco que en una esquina al fondo sobre una base grabada interpreta himnos de Navidad. La gente anda, la gente pasa y pasa más que nunca.
Otros se tumban en un banco observando la fría noche que se avecina, con valor y con la fuerza que da su forro polar rojo. Sobre los balcones menos luces que nunca, son tiempos de crisis hasta para la Navidad. La alfombra de baldosas que es el suelo marca mis pasos, marca mis pensamientos.
A la altura del edificio de la Ópera parece que se acaba el camino, una última guirnalda roja lo ilumina y un escaparate llama casi tanto más la atención que el adorno mismo. La luna me sigue, y yo me dejo seguir.
La calle se vuelve a abrir y las luces siguen a derecha e izquierda. A mi paso la gente parece que se aparta hacia la derecha o la izquierda, dejando el centro libre, sin obstáculos ni tropiezos.
La ciudad parece vacía, sus calles se iluminan pero pocas ventanas muestran luz, en todo mi camino sólo algunas altivas proyectan su luz a la calle. En unas las persianas taponan la luz de dentro, en otras simplemente no hay nadie, pero por suerte el adorno de Navidad une dos balcones de gente que no se conoce más que de vista.
Ahora ya se oye más ruido de coches, y la gente parece que ha desaparecido en la noche. Todavía se oye de fondo ese violín con sombrero al suelo vacío y los villancicos de las casas han dejado paso a los cláxones de la gente que tiene prisa por llegar a ningún sitio.
Las luces siguen y todo lo acompañan y al ver a esos coches me recuerdo niño pegando mi nariz al cristal de un coche húmedo para poder ver las luces navideñas en las calles principales de mi ciudad que provocaban un retorcijón de mi cabeza al intentarlas seguir con la mirada.
A lo lejos un tótem de luz se abre paso al camino del tranvía, un auténtico icono de las Navidades de nuestra generación, El Corte Inglés. A su calor parece que la gente se vuelve a juntar, ahí quedan como en las mismas puertas de todas las ciudades, ahí esperan a amigos tardones y a amores primeros.
Sus luces se apagan y se encienden, antes el encendido de sus fachadas se convertía en toda una fiesta, por el día intentabas imaginar ese dibujo que a la noche se recreaba con bombillas de colores que hablaban de Navidad en cuanto se hacía de noche.
El tiovivo aportaba su granito de luz en la noche cada vez más fría. Bombillas de todos los colores, alternando los sueños de los niños con caballos y coches que no se mueven pero no paran de girar.
Pocos niños a estas horas se montan, tan sólo algún padre aburrido aguanta estoicamente a que su infante gaste los últimos pases giratorios. Mientras uno sueña con ser piloto espacial, el otro sueña con volver al calor de la casa de una madre, por suerte, siguen siendo niños los dos.
Ya en casa la fiesta de luces continua, y yo me convierto a mi pesar, en una luz de Navidad más, en un faro para una ciudad que ya sólo llama a los portales con una mano, mientras en la otra llevan una cacerola con comida casera.
Es en estas noches que las luces iluminan mis pasos cuando me doy cuenta que las luces brillan menos que nunca, pero la ciudad se deja querer entre las sombras en las que yo busco cobijo. Por favor, apaguen las luces, ya todo el mundo duerme.
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