Era el día de nochebuena, en Anguiano amanecía un jueves cargado de frío y de neblinas, y al comienzo de los Casales, en una casa la mañana empezaba con el último suspiro de mi abuelo Valentín García Monasterio. Decía adiós a una vida dura y difícil con 74 años a las espaldas, su boina sobre la silla, su ropa bien plegada y el paquete de tabaco encima de ella. Aquel día no quiso despertar, tal vez ya había visto mucho. Yo apenas tenía dos años y medio, y pocos recuerdos y difusos me quedan de él, pero nunca es tarde para recordarle y decirle adiós con un beso en sus duras mejillas.
Mi abuelo no había nacido en Anguiano pero en sus montañas le tocó pelear los duros años de principios del siglo XX, cargados de pobreza y de miseria. Se casó con Melchora Muñoz García que le dejó en 1953 con casi todos sus hijos ya fuera de casa. El monte, el carbón y los fríos curtieron su cara, sus manos se hicieron duras y grandes, más que agarrar el cigarro lo estrujaban, se había quedado con una cojera de cadera rota, que no le impedía dejar de trabajar entre huertos y chopos que aseguraban futuros.
Tenía varios hermanos, a Pío que era sereno en Nájera, le pilló el comienzo de la guerra civil allí, y fue de los primeros en desaparecer, sus otros dos hermanos vivían en Anguiano, pero su relación no fue fácil, mucho carácter por todos los lados y las casas llenas de gente y de hambre.
Los últimos años los vivió acompañado de su hijo Jesús y su hija Maura. A Zaragoza vino un par de veces a vernos a mi hermano y a mi, concretamente en las Navidades anteriores, la ciudad se le quedaba grande y la familia de su hijo pequeño, mi padre, un poco alejada, y por desgracia ninguna foto me recuerda junto a mi abuelo, por el que si me siento abrazado.
Aquel día de nochebuena, mientras Raphael llenaba durante 13 días en dos sesiones el Palacio de la Música con sus recitales, el futuro rey Juan Carlos visitaba el templo de Debod en Madrid que anunciaba ruina, un Chrysler sedán de cuatro puertas y cuatro lunas descendentes costaba 93.300 pesetas y se concluían las sentencias del juicio de Burgos mientras ETA retenía al cónsul alemán en amenaza clara. Aquella nochebuena mi abuelo no la celebró y para mi familia tampoco fue una noche muy feliz.
Mi abuelo nos dijo adiós ahora hace 42 años, mi madre se quedó con nosotros en Zaragoza mientras mi padre viajaba a un entierro para encontrarse con su pasado en el que debía cerrar una puerta, juntando a sus dos padres en una misma tumba, en unas Navidades que pasaron de alegres a tristes.
Pues para no haberlo casi conocido, me ha emocionado tu relato.
ResponderEliminarEn mi recuerdo lo has conocido, a alguien que yo tampoco casi conocí. La inmortalidad es lo que tiene.
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