sábado, 14 de diciembre de 2019

Y la astilla se hizo tronco




Prólogo:


Hace ya casi seis años que deje de escribir en este blog. Seis años de silencio público, de silencio mudo y sincero, de un silencio negro tan parecido a la muerte que en ella tiene su origen. A mi alrededor comenzaban a dejarme parte muy importante de la generación que me precede, se marchó gente magnífica en este tiempo y me rompía por dentro cada vez que tenía que escribir por su adiós. Cuando las palabras nacen desde este dolor algo se oscurece por dentro que tiñe la hoja en blanco en puro negro que se convierte en silencio.

Ayer volví a perder a alguien por el que tenía algo más que aprecio, y aunque la tristeza apedrea a los pensamientos, las palabras que me nacían de dentro debían de tener una salida, sincera y justa. Así que he vuelto a afilar mis dedos con el sacapuntas del tiempo, he desempolvado el teclado de mis pensamientos y me lanzo a cerrar la puerta al olvido que no es otra cosa que el silencio durante todo este tiempo. Tan solo espero que aunque me toque de nuevo volver a escribir sobre un episodio triste, consiga esbozar en aquel que me lea, esa sonrisa que quiero que quede de recuerdo, esa sonrisa que cambié un adiós por un hasta pronto o un gran hasta siempre. 


En el haber, toda una vida:
José, el tío José, dicen que se ha ido, pero no me lo creo. El otro día, parece ser que su cuerpo dijo basta, pero él, estoy seguro que no. El tío José es de esa clase de gente que entienden la vida de forma muy diferente a los demás, como si fuera un don que no quieren abandonar, en un puro vitalismo en el que vivir, disfrutar del día con las pequeñas cosas, hace grande lo más pequeño. Dicen que cuando nacemos ya tenemos que empezar a decir adiós, o al menos a prepararnos para ello, pues si algo está claro es que desde el momento en que nacemos, se crea una nueva casilla preparada para rellenar con la fecha en que moriremos, como si fuera un asiento contable, entre el “debe” y el “haber”, unidos de por vida, y los que lo dicen, lo dicen bien, pero el tío José no se merecía la casilla del “debe” por todo lo que tenía en la del “haber”.  Si desde que nacemos hay que decir adiós, él no pronunció ni la “a”, para qué pensar en irte, cuando tienes tanto que hacer y quehacer cada día.



La maldita contabilidad que es la vida, puro tiempo que gastamos y malgastamos, en muchos casos, en el tío José, no tuvo nunca efecto. El día es la unidad de su tiempo y la estacionalidad de sus alubias y sus tierras le marcan las fechas más señaladas. Habla de tú a tú a la tierra, a los chopos, a sus montes, al Najerilla, a los caminos que tantas veces recorrió, les hablaba y los dos se contestaban. La vida les juntó de nacimiento en su pueblo, Anguiano, y la vida no les separará jamás.


Posiblemente hoy los caminos, las huertas, los campos de tierras rojizas estén un poco más tristes, como yo. Estoy completamente seguro que la gota de rocío que esta mañana, entre brumas y un frío húmedo, ha despertado a las hojas, más que gota, ha sido una lágrima sentida, muy sentida. Tu pueblo, ese que mira a la montaña y se refleja en un río oculto a las miradas, estrechado en sus calles por casonas de escudos blasonados y casas barrigudas de adobes, ese pueblo con ecos de zancos que dan vueltas y tamboriles y dulzainas de melodías añoradas, ese pueblo hoy también te llora y te hecha de menos, y difícilmente te olvidará.



El tío José, de los Quintanares de toda la vida, Piñarra de pro, nunca tiene tiempo para pensar en tonterías, es de los que todo lo dan y nada piden. Así fue desde pequeño, le tocó ser el segundo que fue primero, el segundo de los hijos de Justo y Matilde, el primero de los varones, después vinieron unos y unas cuantas más, y todos se hicieron hueco en una casa de paredes poco lisas, con olor a cocina de leña por la mañana, sabor a sopa de pan y frío en los huesos. Sus ojos siempre vivos y sinceros, sin malicia, cargados de bondad, se acostumbraron pronto a trabajar duro, a salir a los caminos, a trabajar en el campo, de sol a sol entre la bruma de la mañana y con la única recompensa de cuando sus hermanas venían con el almuerzo para compensar un merecido descanso en el duro día de trabajo.


Un día la vida les cambió, Matilde, su madre, tiño de negro sus ropas, y la vida se les hizo a todos un poco más cuesta arriba. Los pequeños desde la ingenuidad, los mayores desde la responsabilidad, pero ninguno dio un paso atrás, ni la madre coraje, ni ninguno de esos hijos a los que arropó, se olvidó de mirar para atrás y todos empujaron para superar lo malo y comerse la vida día a día. Seguro que no fue fácil, pero nadie lo dijo, nadie se quejó, la vida trae los problemas de serie, y solo nosotros somos los culpables de hacerlos más grandes.

El tío José, fue creciendo hasta que en su vida se cruzó otra mirada sincera y clara, la de su mujer Laura, desconozco como fue su noviazgo, como se conocieron, como se amaron, pero me lo puedo imaginar, de la misma forma que me los imagino paseando por las calles de Anguiano, vigilados por mil ojos esperando una mano indiscreta y traviesa de la que poder hablar, seguro que no la encontraron. No faltarían los chismorreos de las hermanas, las risas de los hermanos y todo bañado con las bromas de sus quintos. Me los imagino bailando al compás de los músicos del pueblo, alrededor de alguna bombilla de 25 vatios y con la luz y taquígrafos de todos los vecinos, pero era la única forma de saber si con aquella persona a la que pegabas tu cuerpo, lo más que podías, eso sí, era la persona con la que compartirías toda tu vida, y lo fue, y vaya si lo ha sido. 

El tío José y la tía Laura, pronto se pusieron a la labor, y crearon una familia maravillosa, llena de machotes, eso sí, pero que se va a hacer, a falta de tractores buenos eran brazos fuertes. Uno detrás de otro, según su rango de edad, como si fueran los Dalton, le acompañaron en el trabajo de su día a día, en ese aprendizaje por saber que las pequeñas cosas que hay que hacer todos los días son las que nos hacen grandes, siempre teñidas de generosidad y humildad, ya que el tiempo es lo único que pone nombre con mayúsculas a lo que somos o lo que hacemos.


Así llegamos al momento en que te conocí y puse nombre a ese hombre al que siempre había visto que saludaba mi padre, con ese saludo que solo se dan aquellos que se conocen bien como personas, con esos manotazos en la espalda sincronizados a una sonrisa y unos ojos abiertos de dos personas que saben que pueden confiar el uno del otro, confianza basada en la capacidad de ser buen trabajador y por lo tanto sinónimo de buena persona. Pasaste así, a ser el tío José, y más de una vez te provoqué una sonrisa con mis tonterías, a las que solías responder con un monosílabo y tres carcajadas. Era llegar al pueblo y saber que podías aparecer por cualquier esquina, siempre de paso eso sí, por ir a hacer esto o a hacer lo otro, era encontrarte y topar con ese hombre gentil por fuera y duro por dentro, y digo duro ya que era tocarlo, chocar su mano, y te dabas cuenta que estaba forjado a hierro, pero siempre era un abrazo sincero, cargado de bondad.


El tío José es de los que si te necesitan te tienen, de los que hay que tener cuidado con lo que dices, pues ya te está ayudando. Apasionado de sus cosas, de sus tareas y por supuesto de sus caparrones. No le importa enseñar a todo el mundo todo lo que sabe, a él todo le parece tan fácil, que no tiene nada que esconder y todo por dar.


Detrás de sus gafas oscuras, franqueado por una visera y andando sobre los surcos de la tierra como quien surfea una ola, sonríe de vez en cuando para ponerse muy serio cuando habla de lo suyo, de lo que conoce, de lo que nadie él controla, pero nunca puede evitar una sonrisilla final, un poco picantona, y es que, como el bien dice, las alubias de Anguiano son muy buenas, pero hay que comerlas en plato de barro y con una guindilla. Y sabes que te digo José, que me apunto.


Así hemos pasado muchos años, compartiendo saludos, risas, fiestas, en las que te pegabas a la pared de la plaza para dar una vuelta, rodeado de quintos y amigos, mientras la orquesta sonaba a la luz de la luna, y tus hijos y tus nietos bailaban al son de los tiempos. Calle arriba, calle abajo, todo un gusto cruzarse contigo. El tiempo va pasando y aunque la vida te empezó a poner la zancadilla por el camino, eran más tus ganas de vivir, y la fuerza que te nace desde dentro, todo lo vencía.

Pese a que tu cuerpo se hacía más enjuto, tus ojos más pequeños, los huesos de tus manos más marcados, y tu poco pelo más blanco, seguías siendo el mismo, como si nada pasara, enfocado en tu día a día y pensando en todo lo que tenías que hacer mañana. Tuviste que dejar la moto y poco a poco tu cuerpo tampoco te dejaba hacer todo lo que te gustaría, pero ya encontrabas la forma de hacerlo a tu manera. La vida se habría paso siempre. Te conocí de padre, te conocí de abuelo, te conocí de bisabuelo.

Y ahora dicen que ya no te podré encontrar entre las callejuelas de tu pueblo, pero si no te importa te seguiré buscando en la vuelta de cada esquina, por si hay suerte y coincidimos, y en vez de preguntar qué cuando nos vamos en el momento de llegar, me puedas decir en lugar de un adiós, un hasta siempre.


Y es que si de tal palo tal astilla, en tu caso tu astilla se ha hecho tronco y te puedo asegurar que ha dado muy buenas ramas. Gracias por todo lo que nos has enseñado.



Os dejo con el vídeo maravilloso que grabó para España Directo en diciembre de 2016 y que es maravilloso poder verlo con toda su vitalidad.

Y también enlace a un anterior poste que le dediqué en 2012: El tío José, de oficio trabajador.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...