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viernes, 8 de noviembre de 2013

Los otros mercados y la paciencia



Pues sí, hay otros mercados que no especulan con nuestro futuro, que no se dedican a producir poco de unas cosas para subir el precio de las que quedan y que bien al contrario de dar disgustos nos alegran las mañanas o las tardes de los veranos, o durante el año, rebuscando entre ellos cosas que teníamos ya olvidadas o caprichos simples que no podemos evitar. Los llaman mercadillos, pero yo creo que el diminutivo les pega más a lo que llaman grandes mercados en los telediarios.


En los mercados buenos, los vendedores se tunean y disfrazan sus puestos negando el tiempo de los mismos. Se dejan llevar por los sueños medievales y por un día se sienten los señores feudales de la localidad. El día pasa y sobre sus toldos mitigan los calores que muchas veces se hacen insoportables poniendo a disposición de la plebe anillos, bolsos y todo lo que entre en unos pocos metros cuadrados. Cuánta paciencia tienen los vendedores.


Los collares y pulseras de vivos colores se cuelgan por todos los lados llamando la vista de los viandantes, que caen hipnotizados por los rayos de luz que refulgen con gran fuerza de la bisutería. Y a la gente le encanta pararse, mirar, tocar, volver a mirar, volver a tocar y preguntar si tienen el único color que no hay de todos los que hay, para pasar al puesto de al lado y repetir la misma acción. Cuánta paciencia tienen los vendedores.


A veces las tendencias de la calle se ven en los mercadillos. Lo que antes se llenaba de viseras y gorras, ahora se llena de sombreros, de los de antes, de los de los abuelos. Gorras, sombreros y viseras se colocan en hileras ante la mirada curiosa de la gente que no puede evitar probarse alguna y enseñarle al que tienen al lado como le queda para esbozar unas risas. Cuánta paciencia tienen los vendedores.


Si en el puesto se venden también pañuelos, no te venden ni uno, ni dos, los tienes todos en hilera, por gamas de colores, como si conocieran a la gente perfectamente y supieran que que si lo tienen rojo se lo pedirán verde, y si lo tienen azul, se lo pedirán amarillo. Cuánta paciencia tienen los vendedores.


Pero si hay algunos que tenían que ser clasificados como peligrosos, son los que tienen comida. Huelen desde metros a harina bien tostada o a embutido ahumado del que te entra hambre aunque estés recién comido. Hogazas y tartas de tamaños enormes compiten en glotonería y a determinadas horas la gente se planta enfrente y sacan a pasear sus lenguas por la boca mientras se relamen con gusto. Cuánta paciencia tienen los vendedores.


Por otro lado los dulces también tienen su hueco para atraer las miradas de los niños. Por suerte estos mercados tienen golosinas naturales y son muy apreciadas por los padres para dárselas a sus niños. Hay mercados que se hacen eternos, otros pequeños, pero todos tienen ese encanto especial a deseos rutinarios, a placeres mundanos. Viéndolos, uno no entiende por qué no son estos los que dirigen nuestro mundo. Cuánta paciencia tenemos los mortales.

miércoles, 30 de octubre de 2013

De arroces y otras brasas



El otro día revisando las fotos de estas vacaciones me topaba con estas fotos que me provocaron un estallido de realidad virtual más allá de lo conocido hasta ahora. Me llegaron sabores y olores que me trasladaron a los días de playa y sol que habíamos vivido este verano. Ambientes de brasa, cerveza y vino, hambre saciada y ganas de repetir. Ciertamente se merecían ser recordadas.


Los arroces de este verano fueron espectaculares, desde los hortelanos con mucha verdura y carne en la que el arroz compartía todos los sabores y estaba casi más rico que todo lo demás, y es mucho decir.


Hasta un arroz con bogavante del Cantábrico que hicimos cuando vino Josema y Cris a visitarnos que no estaba espectacular, estaba lo siguiente. Algunos disfrutaron chuperreteando a los pobres bogavantes que tuve que asesinar antes de que cayeran en la paellera, yo disfrute con un arroz que estaba sabrosísimo.


Y por supuesto no faltaron las barbacoas y los chuletones a la brasa, carne asturiana que se deshacía en la boca. Tostada por fuera y hecha por dentro (lo siento para los que les guste la carne poco hecha) pero muy tierna y nada jasca. Lo siento si os he dado hambre, pero que sepáis que a mi me ha entrado mucha nostalgia gastronómica y de la otra.

lunes, 15 de octubre de 2012

Aquel tren llamado destino



Paseando estas vacaciones me topé con una de esas vías de tren que circundan casi todos los pueblos de la costa, sin casi barreras, ni protecciones, llevando ilusiones de ida y vuelta. En ellas aparecieron recuerdos de juventud, de atrevidas osadías en grupo con el afán de sentir el miedo en el cuerpo. Tardes de campamento con pesetas y duros chafados por un tren que apenas veía nuestros miedos crecer.


Allí, parado en un stop, obediente y cercano, sentí, eso que dicen siempre, de no dejar escapar un tren cuando te llama. A mi cabeza venían recuerdos que rebobinaban imágenes y años que pasan, intentando buscar un orden con cierta lógica. Ese corte en la orografía de dos líneas paralelas de frío hierro, me habían llevado a ese día en que sin saber, sin analizar tomé una decisión que cambió mi vida,  o tal vez, simplemente la guió. Un giro, una elección, donde el azar salió a jugar.


El sol perdonaba, y mis recuerdos fluían, mientras me colocaba en la mitad de la vía, miraba a la izquierda, y miraba a la derecha, ambos caminos parecían iguales, pero eran muy distintos sus finales. Recordé aquellos años de Universidad, enamorado de libros, fonética y palíndromos. Asiduo a cafeterías y tertulias, luchador en barricadas dialécticas y enamorado de las sombras de la amistad. En esos días apareció ante mi la oportunidad de conocer el mundo del diseño, la creatividad y la publicidad a través de una triste agencia que alegró mi corazón. Y compré su billete.


Y fue en aquellos días cuando dejé un poco aparcadas las tertulias y los libros, a Saussure y Sartre dormidos en los pasillos de una facultad. Busqué en los recodos del camino hacia lo desconocido soñando en el viaje de aquel tren llamado destino. Pasé por muchas paradas donde todo el mundo me decía que me apeara, pero seguí, no quería tener que lamentarme por un tren perdido.


Ha pasado mucho tiempo y aquel billete de tren me llevó hasta hoy mismo, con la misma ilusión y desconcierto de hace más de veinticuatro años, marcados de pasos hacia adelante y gritos en la oscuridad. Ahora miro el camino pasado y el que queda por recorrer, un escalofrío surge por mi piel, pero cuando viajas en el tren del destino no hay estación con el cartel de "bájate". Miro al stop, y sigo mi camino.

viernes, 12 de octubre de 2012

Esas orquestas de pueblo



Es en el verano cuando no hay pared importante de cualquier pueblo que no cuelgue un cartel de la orquesta que va a tocar en fiestas de ése o de otro pueblo. Las paredes de las calles, las paradas de autobús, el colmado, la puerta del ayuntamiento, … todos cuelgan vistosos carteles que luego el tiempo se encarga de decolorar y en navidades, lo que en otro tiempo fueron vivos colores, se muestran en un tono azulado o rosado, dando idea de que esa orquesta tocó en el pueblo hace muchos, pero que muchos, años.


Los nombres de las orquestas tienen también su aquel, todas hablan de números, de dimensiones y de espacios, para luego empezar con un Paquito el chocolatero todas las verbenas. Para las fotos los músicos y cantantes lucen sus mejores galas. Ellos, con ropas imposibles y trajes vistosos, con corbatas y combinaciones de colores típicas de las bodas de pueblo. Ellas, con vestidos cortos y ajustados, recién salidas de la peluquería y dispuestas a cantar jotas si hiciera falta. Son las orquestas que aparecen en la noche y desaparecen a la mañana, dejando en el eco de la madrugada notas y canciones, con cierto regusto a alcohol y a amores de verano. Son las indispensables orquestas de pueblo.

viernes, 5 de octubre de 2012

Merchandising ambulante



Los viernes había mercadillo en Posada. Llegados de diferentes puntos un montón de puestos colocan sus productos en un orden que es difícil de entender. De sus furgonetas parece que salen miles de productos, sin etiqueta, sin packaging y todos se distribuyen, unos con más acierto y otros con menos. Los vendedores carecen de indumentaria y de prestancia en su puesto de venta, eso sí, te aclaman a gritos las ventajas de sus productos, que siempre suelen ser o bragas o tangas.


Algunos colocan productos en cabeceras de góndola y colocan stoppers a modo de banderas o hierros que sobresalen de sus tenderetes. La gente circula por los pasillos y los zapatos de los viandantes se inclinan siempre hacia los mostradores, al igual que lo hacen los carros en los hipermercados. Familias y dependientes se mezclan, saliendo de debajo de las mesas infinidad de niños que se llevan algún golpe en la cabeza por su precipitada fuga.


Otros puestos no se caracterizan precisamente por el orden en la exhibición de sus productos, un montón de zapatos se vuelcan sobre la mesa. La gracia está en cuando alguien quiere un zapato encontrar su pareja, un auténtico puzzle muy difícil de lograr, pero donde ciertamente destaca la habilidad del tendero.


Por más que los puestos ofrecen importantes rebajas y claman al cielo de la plaza de Posada sus ventajas y beneficios, pocos compran, la alegría de otros tiempos, de gente que compraba ropas y complementos a discreción apenas se ve. Corren malos tiempos, hasta para el merchandising ambulante.

jueves, 4 de octubre de 2012

Naturaleza y paz, no pido más



Ya es de día en casa. Asturias ruge con un sol que todo lo inunda y baña de fluorescente unas hojas que todavía contienen alguna pequeña gota de agua de la noche. Desde arriba de casa tengo una vista maravillosa, un castaño justo enfrente, que pone música a las ráfagas de viento y al fondo la montaña que todo lo tapa y todo lo muestra.


Los animales, las flores y las hojas parecen renacer a los primeros rayos de sol. Al igual que yo. Abejorros sobrevuelan en giros perdidos a la búsqueda de la rica flor. El cielo se abre y por momentos se cierra. Algún nubarrón es bienvenido aunque apague un poco la luz del día.


Las nubes bajas tocan con la punta de sus dedos las cimas de los montes cubriendo con gasas su verde imponente. Por un instante quisiera alzar la mano y tocarlas, desvanecer entre mis dedos su condensación de agua y entrelazarme en sus cielos para dejarme llevar.


Los hombres del campo dicen que si sobre las montañas que tenemos enfrente están las nubes, cambiará el tiempo y lloverá. Ana se lo cree y hace bien, pero este verano apenas ha llegado el manto de humedad prometido. Tiembla el cielo pero para seguir dando paso al sol.


La hoguera clavada el año pasado sigue firme. A sus pies ya ha crecido la hierba y apenas se nota el trabajo que llevó su instalación. Vertical y fino, aguantando tormentas y besos en la noche. Mirándolo todo desde la atalaya de su bandera y el silencio de la mañana.


Los caminos se tuercen entre los campos, sobre mantos de verde alfombra que llevan a casas y recuerdos. Los árboles fijan los cruces y aturden al caminante, con sus ramas de racimo de vacías hojas, nostalgia de un presente que revivir. Me dejo llevar agarrado de la mano como un niño pequeño a la madre naturaleza y me siento feliz.


La naturaleza salvaje se abre paso libre de la presencia del hombre, y surge a su antojo arropando árboles y llenándolo todo de miles de verdes diferentes. Es tan anárquica y perfecta su composición que hasta da cosa tocarla. Ruge naturaleza y déjame que me inunde con tu color.


Entre lo verde surgen ríos que llevan a lugares recónditos, donde nace el agua en silencio, lejos muy lejos. Agua que habla con un suave murmullo como si fuera una oración que llama a la maleza a acompañarla.


Entre los campos la vida se reparte, con vacas, caballos y todo lo que se preste. La tranquilidad todo lo llena, sus mugidos compensan la calma animal que busca la luz como el maná que cae del cielo.


En la costa, las palomas de mar abierto custodian rocas alejadas para los hombres. El ruido del mar flota en el aire. Entre los campos, al final de su manto verde surge la arena y los acantilados que ponen fin a un mar que viaja errante sin rumbo fijo.


De entre las rocas surgen finales de riachuelos, que se encuentran con el mar, sin discutir, sin preguntarse quien llegó antes, pero compartiendo un mismo destino. La playa está vacía de gente  y llena de vida. Me sumerjo en su oleaje y me dispongo a fondear en su orilla.


Me dejo querer por sus aguas, que por un momento siento mías. Es un instante, tan sólo un momento, pero parece eterno, hasta su simple visión me lleva a esas sensaciones que me recorren con su contacto. El tiempo parece que se ha parado y sólo las olas marcan un ritmo por el que me dejo llevar.


Hasta el puerto está relajado, las lanchas respetan mi silencio y apenas se mecen en un agua encerrada y castigada a convivir con el hombre.


Las palomas de puerto, revolotean a la rapiña de lo que los humanos abandonan en una mezcla de basura y desdén. Naufrago al final del puerto y vuelvo a casa, arrastrado por un mar de sensaciones y de plenitud que no quiero abandonar.


En casa la noche comienza a ganar al día su partida, nada se ha movido, ni los árboles ni la montaña. Me siento seguro en mi hogar, pero la felicidad también está ahí afuera. Mañana comenzará otro día y todo volverá a empezar.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Si las calles y las casas hablasen



Siempre suelo decir que cuando caminamos por las calles, pocas veces levantamos la vista y nos paramos a ver con ojos nuevos lo que tenemos alrededor. Las casas y las calles se encuentran repletas de sorpresas que tan sólo necesitan una mirada diferente. La abuela pensaba lo mismo cuando salía a su ventana, como todos los días, a contemplar quién estaba en la plaza. Su atalaya le otorgaba cierta impunidad, pero sólo había que mirar un poco para verla.


Ajenos paseaban los turistas y veraneantes en Llanes. Nadie miraba a la bandera de San Roque para ver a la vigía. Tampoco había mucho que ver, pero no hay nada mejor que mirar y no ser visto.


Este verano por fin había acabado la rehabilitación de una de las casas más bonitas de Llanes que se encuentra haciendo esquina con el puente del puerto de Llanes. Su toldo daba paso a una fachada remodelada y limpia que devolvía a primera escena a una casa olvidada. La ferretería que había a sus pies había desaparecido, pero todo tiene un precio.


El puerto de Llanes se encontraba precioso, con las lanchas y barcas perfectamente ordenadas y las casas con sus miradores mirándolas de frente. Sobre el mar se reflejaban sus sombras y el cielo creando una estampa de postal.


Pero si se entraba un poco más allá, sobre viejos torreones de piedra se elevaban ventanales con sábanas tendidas como si fueran las paletas de los dientes. A su lado unas ventanas abiertas a su suerte no podían ocultar el paso del tiempo.


Justo al lado, la vecina competía por quién lavaba más blanco, poco a poco iba desgranando los blancos lienzos por una cuerda que cada vez se combaba más tapando casi por completo la balconada de su vecino de abajo. En la próxima reunión de vecinos, queja segura.


En otra casa de revoque difícil, la familia colgaba todos los trapos sucios, una vez bien pasados por la lavadora. Padres, niños y demás, lo íntimo y lo de fuera, pero nada de ropa blanca.


Por las calles de Llanes, en las fiestas, otros colgaban banderas de España, que competían con las de San Roque de otros balcones. Si uno se fijaba bien parecía que la cosa iba por calles y plazas, en ésta tocaba un recuerdo al plató de Bienvenido Mr Marshall.


Algunas callejuelas de la villa deparaban bellos finales, sin embargo, los balcones roñosos se enfrentaban, entre lo viejo y lo nuevo, creando un contraste que marcaba el paso del tiempo.


Por las callejuelas más transitadas de Llanes, competían los carteles por llamar su atención: Hospedaje, Bar-Restaurante Casa Canene, Sidrería Colón,… todo un placer para los buenos apetitos.


Sin darte cuenta te topabas con algún rincón de balconadas de una carpintería maravillosa, repleta de recovecos y sólo propia de artesanos ya extintos.


En otro lado, el cine de Llanes, Cinemar, se encuentra tapiado, convertido en un cementerio de fotogramas, con su estructura cuadriculada industrial y con un interior por el que han pasado un montón de películas, que en otro tiempo creaban colas en la calle. Ahora, la gente pasa, y pocos se fijan en lo que fue en otro tiempo.


En mi primer viaje a Llanes, hace ya más de veinte años, el cine todavía funcionaba, con películas imposibles, que casi competían con el mejor Estrenos TV. Si supieran sus paredes que en sus costas, a pocos kilómetros se han rodado grandes películas, como El Abuelo, El Orfanato, La Señora, You are the one, y otras, lo que hubieran dado por poder verlas sobre su pantalla. Sólo me arrepiento de no haber entrado nunca.


En Posada de Llanes, también aguanta tristemente la fachada del Cinema Pontbal, inaugurado allí por los años 50, con esas letras por las que el tiempo se paró. Detrás de su puerta de cristales reventados, las ruinas de lo que fue la sala se han convertido en una alfombra de escombros. Triste final para una sala que llevó tantos sueños a su pueblo.


A su lado otra tienda de electricidad, con elogio de amistad, aguanta en Posada viendo pasar el tiempo.


Por los caminos hacia casa, en el camino de vuelta, algunas casas compiten por encarcelar naturaleza con cariño. Un montón de macetas reciben al visitante con sus chispazos de color. Una mujer mayor sale a regar las plantas, la saludo con diligencia y la observo con que cariño riega sus queridas flores.


Otras casas son custodiadas por brujas atravesadas por flechas, que al compás del viento, se dejan girar de un lado a otro apuntando siempre hacia el cielo.


Sólo dando unos pasos, otros cementerios de ladrillo quedan como testigos de una especulación inmobiliaria que a mitad de camino se cobró sus frutos. Casas que del día a la mañana se vieron sin obreros y sin cemento, solas y abandonadas, muy lejos de las bonitas fotos que lucían en sus catálogos promocionales.


Causa cierta tristeza mirarlas, sus sueños no cumplidos con vigas al descubierto y vallas que recuerdan lo que iban a ser y nunca fueron.


Justo enfrente, como una aparición difusa el Che las mira, y hasta parece que sonríe un poco al ver el derrumbe del capitalismo convertido en especulación inmobiliaria.


Sobre su madera vieja y ladrillos destrozados aguanta el paso del tiempo como si fuera un triunfo.


Sobre otras casas las maderas se agolpan sobre sus paredes. Maderas de carpintero que la lluvia envejece y que algún día dejarán de ser tabla para ser algo mejor.


O tal vez no, parece difícil al ver este balcón como se pueden poner unas maderas de una forma tan desconcertante. El tiempo habrá hecho lo suyo, pero el hombre ayudó bastante.


Finalmente una casa parece mirarme, con sus ventanas por ojos y su boca de piedras. La miro y me doy cuenta de que ciertamente, muchas veces, las casas y las paredes hablan.


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