miércoles, 29 de febrero de 2012

Ni rastro del rastro



Siempre he sido rata de rastro, pero del rastro de siempre, no de los que se han convertido en un centro comercial de moda sin paredes ni puertas, a mi me gusta ese olor a rancio, a humedad, a cosas arrancadas de su espacio natural para ponerse a la venta por mal vestidos vendedores que esperan a curiosos compradores de traje de domingo, corbata y misa. En Zaragoza recorría siendo bien pequeño los alrededores de la plaza de toros y al conocer Vitoria me volví un incondicional del rastro de la plaza España los domingos por la mañana, era éste un rastro muy pequeñito, protegido por las arcadas de la plaza y compartido en segmentada unión con los coleccionistas de monedas y los numismáticos.


Unos exponen productos de anticuario, viejas planchas, pistolas, jarrones de latón y herramienta antigua, sacada de desvanes viejos llenos de mugre que los gitanos listos repulen para engañar a los ojos, multitud de objetos que se agolpan sobre una mesa transportable, en la que por origen difícilmente esos objetos deberías haber estado nunca juntos. Detrás de la mesa, el patriarca sentado, con su sombrero de fieltro, dirige a hijos y nietos, hecho un pincel y abierto de piernas con su bastón entre ellas buscando su equilibrio. Los coleccionistas se separan frontalmente de los puestos más cutres, con cuidado estilo y repetición exacta de domingo a domingo, colocan sus sellos, monedas y billetes, con paciencia de coleccionista esperando cada semana a los mismos veteranos aficionados, aportando una distancia de comprador-vendedor, con clientes que ya son algo más clientes.


Pero donde suele haber más barullo es en los puestos raros, en los que aparecen un día y sobre una tela de estampado rabioso depositan radios viejas, móviles de perdida generación, interruptores de luz roñosos con los cables colgando, cartuchos de videojuegos obsoletos, cuatro libros perdidos de los que regalaban las cajas en el día del susodicho, un par de revistas porno con miss Cádiz 1969, otro par de películas porno en VHS de títulos curiosos, unos cuantos discos cubiertos de plásticos transparentes que de transparente tienen poco ya, junto a ellos un manojo de singles medio rotos con más historia que una enciclopedia, muñecas viejas desasistidas de cariño, trozos de juguetes nuevos imposibles de recomponer, carteras viejas, radios diminutas enroscadas en unos cascos de altavoces rotos, radios de cocina con una capa de grasa vieja como adorno en sus teclas y todo salteado con tornillos y clavos que comparten óxido a partes iguales.

Ante semejante escaparate, y de una forma increíble, se agolpan hombres de domingo que observan con detenimiento tales joyas y hasta preguntan y regatean a un vendedor que fuma sin consuelo, ahumando su rostro desaliñado, que mientras acompaña a su cuerpo de un vaivén nervioso con sus pies, regatea a la baja sus productos con la habilidad de un vendedor del Corte Inglés. Los corrillos parecen inevitables y atraen por si mismos, apenas unos cinco minutos y ya lo he recorrido todo, una pena que de los rastros ya no quede ni rastro.

martes, 28 de febrero de 2012

Con el corazón en un puño



Un día en un control de empresa van y te detectan que tienes un problema en el corazón, en plena juventud y con 30 años todo tiene poca importancia, chequeos rutinarios cuidarse un poco y no darle mayor importancia. Cuando ya rondas los 40 años, tienes mujer y dos hijos, y en otro chequeo te dicen que te tienen que operar el corazón, que tienes una válvula que no funciona, que tu tejido muscular del corazón está defectuoso y que te tienes que operar urgentemente, las cosas no se viven igual. A Pedro Ignacio lo tuvieron que operar ayer a corazón abierto, los médicos le quitan hierro a la operación, pero a uno, en la mitad de la vida se le tienen que pasar muchas cosas por la cabeza.


El domingo ingresaba en el Hospital San José, seguro que después de un fin de semana extraño, todavía con los nervios del cateterismo que le hicieron hace poco en su cuerpo, sin digerir lo que a uno se le viene encima muy bien, pero con el entusiasmo y el buen talante que le caracterizan a Pedro. El fin de semana se pasó disfrutando de la familia y viendo al Tau en un palco vip, para pocas horas después entrar en una habitación dispuesto a que le abrieran el pecho.


Le tocó la habitación 320, en un hospital en el que no habíamos estado nunca, con gente muy atenta y grandes espacios, lo bajaron muy temprano, las cosas cuanto antes mejor, mientras recorría los pasillos camino al quirófano, por su mente pasaba lo que quería pensar y hasta lo que no quería, mientras sus hijos ya estaban en clase haciendo un examen de inglés y aprendiendo palabras, su mujer le despedía desde la puerta.


Siempre en esos momentos se crea un silencio horrendo, uno se va, quedándose en manos de los cirujanos, y otros se quedan, en la habitación, muy amplia en este caso, hablando de banalidades y de tonterías, para no pensar en lo que hay que pensar, siempre atentos a que se abra la puerta y que las noticias sean buenas. El reloj se mira más que nunca, y los minutos pasan muy lentos, después de tres horas, y puntuales como un reloj los cirujanos entran y con su cara seria dicen que todo ha ido muy bien, todos suspiramos por dentro y relajamos los músculos con disimulo para quedar bien. Nos dicen que le han cambiado la válvula del corazón, que estaba bastante defectuosa y a todos se nos aparece la imagen de la operación con el corazón en un puño, lo llevan a la UCI y allí pasó todo el lunes, agotado y con un ruido insoportable de máquinas que le controlan y le protegen, pero que le impiden dormir.


Hoy ya está en la habitación, antes de las 12 ya ha abandonado su cautiverio monitorizado, su cara todavía cansada, aguanta el chaparrón de los que le queremos acompañar aunque no podamos compartir su dolor, y por lo que parece duele bastante. Volver a aprender a respirar y recuperar fuerzas, en una nueva vida que comienza, con miedos que quedan atrás y sueños aparcados que se pueden volver a retomar. Entre goteros, sondas y aparatejos ruidosos, Pedro suelta un suspiro con sabor a prueba superada, ahora le queda la recuperación, pero lo peor ya ha pasado.


Nosotros nos marchamos, con pena de no poder estar con él todo lo que nos gustaría, pero nos vamos tranquilos, su padre, desde el sofá, le vigila y le cuida sin perder detalle, te dejamos en buenas manos. Ánimo, Pedro, recupérate pronto y lo celebramos como te mereces.

lunes, 27 de febrero de 2012

La chica de la parada del autobús



Conocí a Elena cuando ella tenía 19 años, un día de septiembre que aparecí para reencontrarme con Ana después de conocernos en Anguiano por primera vez, frente a la parada de la estación de autobuses vieja, me esperaban Ana y sus amigas, así conocí a Elena, cuando cualquiera que se miraba en sus ojos sentía lo que es la dulzura y el cariño, en ellos se reflejaba siempre la más sincera de sus sonrisas, y hasta cuando su cara se sonrojaba con cualquiera de mis bromas, sus pecas no la abandonaban y se volvían todavía más tornasoladas. Elena era parte de la cuadrilla de Vitoria de Ana, y si bien algunas me miraban con desconfianza, en defensa al intruso que les quería arrebatar a su amiga, Elena siempre me dedicó la mejor de sus sonrisas. Desde ese día vinieron muchos momentos de risa y confidencias al calor de los bares en la temprana noche.


Recuerdo que me contaba que todas las mañanas cuando tomaba el autobús de madrugada para ir a estudiar a Bilbao, con el vaho saliendo de su boca y resguardada siempre por su palestino, le gustaba ver a un chico con el que coincidía en la parada del bus, el viaje se hacía especial si lo podía ver cualquier mañana, y en los que no estaba, se volvían un poco más tristes. Jamás le dijo nada, y él, posiblemente, ni se enteró que con sólo su presencia alegraba las mañanas de Elena como en las más bonitas historias de amor, desde aquel día para mi fue la chica de la parada del autobús, y a ella le hacía mucha gracia. Estudiaba con todas sus fuerzas, aplicada y responsable a partes iguales, desgranaba sus días entre la familia, su carrera en Bilbao y los fines de semana con sus amigas.


Desde finales de 1989 compartimos viernes y sábados en la noche de Gasteiz, nos reímos juntos con zuritos y zumitos, compartimos patatas en el Amairu, repusimos fuerzas en Los Arcos, nos comimos unos txampis deliciosos en el Ondarribi, cantamos a la luna como una manada de lobos, aguantamos la lluvia indeseada y patinamos sobre la nieve que nos sorprendía de madrugada, yo con todas ellas, y ellas aguantándome a mi, a mis locuras y conversaciones locas. En verano descubrimos Llanes y en mi Corsa Luxus blanco repleto de amigas, descubrimos playas y horizontes nuevos por descubrir. También la visitamos, quiero recordar que era un septiembre, en Leza, en la Rioja alavesa, entre vinos y fanfarrias de pueblo. Mientras el amor me unía más a Ana, con todas sus amigas comenzábamos una gran amistad de un maño que invadía el País Vasco, al menos, una parte.


Pero a Elena la vida le tenía deparada una fatal jugarreta, en 1991 una enfermedad de esas que se te comen por dentro quiso cebarse en ella, y si bien, nadie se merece ninguna enfermedad, ella menos que ninguna. Pronto se le empezó a inflamar la cara y perdió la fuerza en un brazo, que llevaba en cabestrillo, pero no perdió su sonrisa, ni desapareció el brillo de sus ojos, sus pecas eran más divertidas que nunca y su palestino nunca le faltaba. Ya no podía salir todos los fines de semana con nosotros, ni podía saber si su chico de la parada del autobús estaría esperándola. Cuando me tocaba ir para Vitoria, deseaba que fuera uno de los fines de semana que se encontrase bien para poder salir, pero el invierno de aquel año le dejó poca tregua. Recuerdo que le llevaba los álbumes de fotos que tan curiosamente preparaba, con frases, recortes y cualquier cosa que se pudiera pegar en sus hojas, se los acerque a un bar de la plaza Amárica  y allí los miró y remiró, y su sonrisa se duplicaba y magnificaba viendo como nos queríamos Ana y yo, y eso le hacía tan feliz como si lo fuera ella misma.

A finales de año y principios de 1992, su enfermedad fue a más, la ingresaron en Cruces en Bilbao y fuimos a verla un día, Elena estaba en aquella habitación blanca con toques azules, sus ojos seguían brillando y su sonrisa no se había perdido, era lo único que se podía ver de su cara, un vendaje aparatoso le cubría su cabeza que ya se había deformado ostensiblemente, a sus 21 años su cuerpo no le acompañaba, pero eso era lo de menos, sus ojos lo decían todo, nos reímos un rato juntos, como no podía ser de otra forma, pero al salir y camino al coche, del mismo coche en el que nos habíamos reído juntos en Llanes viajando como sardinas en lata, nos inundamos de una profunda tristeza, nos dimos cuenta, por primera vez, que la podíamos perder, el viaje de vuelta a Vitoria transcurrió en silencio, viajábamos llenos de vacío, que le pasara eso a Elena era muy difícil de entender.


Así, tal día como hoy, hace 20 años nos dejó Elena López Bolinaga, sin hacer ruido, sin decir adiós para no molestar, con sus 21 añitos llenos de vida, se marchó agarrada a una parada de autobús, con su pelo liso, su palestino al cuello, sus pecas y una sonrisa bien grande. A sus amigos nos dejó rotos, casi sin palabras, y llorando por dentro hasta mojar los corazones. Sus padres estaban destrozados, su madre, a la que se parecía un montón, no podía estar más triste y había perdido su sonrisa, su hermano, Íñigo, más pequeño, y ahora un gran arquitecto, apenas percibía todo lo que pasaba. Todavía hoy, cuando hace bueno, me acerco al cementerio intentando encontrar donde está Elena, donde le dijimos adiós por última vez, y no la encuentro, aunque eso es lo de menos, lo que necesito es decirle al viento lo que la echo de menos, y como me cabrea que la vida nos privó de tener a una gran amiga a nuestro lado. No hay momento en que no pasee por Vitoria y me acuerde de ella, y sólo espero poder verla agarrada a una señal de autobús, que por desgracia, pasó a buscarla demasiado pronto. Te queremos Elena.

viernes, 24 de febrero de 2012

Raúl Guiñano, cocinando risas



Hay cocineros de plato y cocineros de vida, de los primeros puedes conseguir sus recetas por libros o en internet, de los segundos, la receta es más complicada de adquirir y mucho mejor de compartir. Uno de esos cocineros, sino el mejor, es Raúl Guiñano, amigo y compañero de fogones y teclados, pinche, maitre y chef a partes iguales, junto a él preparo algunos de mis mejores guisos en la vida, 250g. de pasión, media taza de alegría, una cucharadita de buen picante, 500g. de torbellino, paladas de humor y una pizca de sorpresa, todo ello regado con un buen chorro de humildad y acompañado con un buen vaso de buen corazón. Mezclamos todos esos ingredientes y nos aparece Raúl Guiñano, el ser de la foto superior, posando con una manzana en una mano en símbolo de tentación, de deseo rápido e inmediato y con unos cuantos Conguitos en la otra, representando la gula, la ansiedad de conseguir cosas, deseos que en él se convierten en virtudes.


Raúl Guiñano es así, tan pronto flota sobre lo hermoso del mundo, como, gracias a una manzana, descubre la ley de la gravedad universal, y observa un mundo con bastante más gravedad de la que se imaginaba. Hastiado y confundido, ahora regresa en la búsqueda de nuevas recetas más creativas, al compás de la vida rural y del calor de otras gentes más mundanas, en el buen sentido de la palabra, con nuevos retos y nuevos sueños, tal vez en la búsqueda de la inmortalidad, al compás del solecito de la mañana y de un buen plato de jamón. Ahora, estaremos más cerca que nunca, es lo que tiene la distancia.

jueves, 23 de febrero de 2012

23F, el Sr. Julián, la primavera del Corte Inglés y yo a la cama



Era un 23 de febrero de 1981, había sido un día de lo más normal, quitando que era lunes, claro, por la mañana a levantarse a duras penas, después del fin de semana pasado y el dolor de corazón de tener que volver al colegio, con un examen de Química de por medio, lo que me hacía llevar las valencias de los símbolos químicos desvariando por mi cabeza. Desayuno de Cola-Cao sin batir bien, que siempre me ha gustado ese polvillo que se queda al mezclarlo con la leche fría, el mini bocadillo en un papel de aluminio y pertrechados con las carteras y libros correspondientes camino a Salesianos, a mi clase de 7ºB.

Ya en clase, las primeras horas eran tediosas, costaba tomar el ritmo, y había que practicar la ocultación para evitar que me pidieran los deberes, luego el recreo, a jugar en el patio, en aquel campo de gravilla atroz para las pantalones en el que discurrían más de diez partidos de fútbol a la vez, después vuelta a clase, examen de ciencias con D. Máximo y las valencias que parecían números de lotería, sudor y frío mientras rebuscaba en mi mente respuestas y mucho miedo a equivocarme, después a casa a comer.


Allí nos esperaba nuestra madre que atusaba nuestros pelos sudados y mal peinados antes de ponernos a la mesa, arroz a la cubana de primero con tomate Orlando y un huevo frito encima, que en aquel entonces los odiaba, ya que no me hacían la clara muy hecha, cosa que descubrí posteriormente, y de segundo unas costillas de cerdo fritas con pimientos, todo muy suave y digestivo para volver a la tarde al colegio, sin apenas parar, vuelta a clase para las últimas clases del día, después de las mismas, vuelta a casa para hacer los deberes. Hasta aquí había transcurrido un lunes de lo más normal, sin cambios, sin nada extraño que no fuera el examen de los símbolos químicos, y la suerte de haber superado un odioso lunes.


Llegamos a casa y tras merendar un poco mi hermano se metió a su cuarto a estudiar y yo al mío, en teoría a lo mismo, pero lo primero era ponerse a dibujar disimuladamente entre los libros de lengua e historia por si entraba mi madre. De repente la calma se tornó en nerviosismo, sonó el teléfono y mi abuela, siempre pendiente de su radio y de Elena Francis, acababa de oír que un guardia civil estaba dando un golpe de estado en el Congreso de los Diputados. Los gritos y respuestas nerviosas de mi madre nos alteraron y mi hermano salió de su sitio de estudio y yo, de mi sitio de dibujo. Mi madre estaba nerviosa, encendió la vieja tele en blanco y negro, y todos nos quedamos absortos al ver los avances de los telediarios y de que algo muy raro estaba pasando.


Pronto se cortó la emisión y los especiales informativos dieron paso a minutos musicales, y en penumbra todos nos dirigimos a la cocina en busca del transistor viejo para escuchar la radio. Mi padre se encontraba trabajando fuera, creo que en el País Vasco, lo que todavía hacía preocupar más a mi madre, y se le hacía muy larga la espera hasta la llamada de las diez de la noche. Para nosotros era algo extraño lo que estaba ocurriendo, no parecía ni real, para mi madre se tornaba doloroso, se le venían encima muchos recuerdos, muchas historias contadas y muchos pesares que ya creía abolidos de su vida, y que en absoluto nos los deseaba a nosotros.


Tras escuchar la radio durante un buen rato, en la que ninguno decíamos nada, mi madre tomó una decisión, bajar a preguntarle al Sr. Julián que le parecía lo que estaba pasando. El Sr. Julián era un hombre mayor, de palillo en boca, cara grotesca y berrugas en la cara que competían con su gran nariz repleta de puntitos negros, el Sr. Julián era ex-guardia civil, y mi madre pensó que su opinión sería buena, o que tal vez estar cerca de él nos garantizaría seguridad. Bajamos todos por las escaleras alfombradas de casa y llamamos a la puerta del Sr. Julián, el sonido de los nudillos sobre la puerta sonó más fuerte que nunca.

Nosotros nos pertrechábamos a las faldas de mi madre buscando seguridad y cobijo, la puerta se abrió emitiendo sonidos quejumbrosos y tras la puerta estaba la Sra. Valeriana, la mujer del Sr. Julián, una mujer pequeñita, de pelo muy blanco y loco, de los que van por libre, de gafas de cristal bien gordo que le obligaban a acercarse mucho a las cosas para verlas bien, lo que nos permitía, cuando nos miraba a mi hermano y a mi para distinguirnos, percibir sus largos pelos negros que marcaban su bigote, también era bastante sorda, lo que obligó a mi madre a deletrear cada palabra del motivo que nos llevaba a toda la familia a irrumpir a esas horas de la noche en su casa.


Tras entendernos a duras penas, nos dejó pasar, de la puerta se entraba directamente al salón, si es que podría llamarse así a una estancia cuadrada, en la que una mesa grande y pegada a una de las paredes ocupaba casi la mitad del recinto, al frente el acceso a la cocina y por puerta una tela a modo de cortina, enfrente de la mesa ropa colgada y una radio muy vieja, que no podía tener más cosas ni encima, ni a los lados, junto a la pared sobre la que estaba pegada la mesa, dos sillas torneadas, que abrían paso a dos habitaciones, que por suerte tenían las puertas cerradas.

En la silla que quedaba más a la izquierda siempre estaba sentado el Sr. Julián, bueno, más que sentado, repanchingado sobre la dura madera, ya pulida de la silla, su palillo en la boca viajaba de lado a lado haciendo sus palabras bastante inteligibles, y más, teniendo en cuenta que su voz era ronca y profunda. Siempre vestía en camiseta de tirantes blanca, independientemente de que fuera invierno o verano, eso sí, tupida en invierno y de rejilla en verano, pero de tirantes, que de tanto uso daban de mucho de sí y se caían por su propio peso, llevaba pantalón de vestir bien grande, apretado con un cinto de mucho recorrido que se elevaba hasta donde comenzaba la curva de su tripa.


Pasamos todos al mini salón, llenándolo por completo, la Sr. Valeriana se sentó en la silla que quedaba a la derecha, descompensando toda la escena, entre ellos dos un cuadro muy antiguo con la última cena se inclinaba hacia adelante peligrosamente, permitiendo ver la suciedad de la pared. El Sr. Julián había estado oyendo la radio, y poco le inmutó nuestra presencia, mi madre tomó aire y le lanzó la pregunta de la forma más educada que pudo. El Sr. Julián se rió, y apunto estuvo de perder el palillo, aquella sonrisa socarrona no sé si me dio más miedo o más alivio, —"ése, ése es un don nadie"– aseguró, –"no te preocupes, Maribel, que esto no es nada, si hubiera ido en serio, se habría hecho de otra forma"–, sus comentarios duraron un poco más, pero siempre le daba vueltas a lo mismo.

Aquella tranquilidad con la que nos contestó nos alivió a todos, nos dio seguridad, aunque todos nos fuimos creyendo que ese hombre que era nuestro vecino parecía que sabía más de lo que aparentaba, les dimos las gracias y pedimos perdón por la interrupción, y mi madre le dijo a la Sr. Valeriana, que ya estaba empezando a dar cabezadas y quedarse dormida, que no se levantara que ya cerraba ella la puerta. Volvimos a subir las escaleras con otro ánimo, mientras en Valencia los tanques habían salido a la calle y el estómago se me encogió un poco al recordar las valencias de mi examen y lo mal que me había salido, pero eso era algo que todavía no debía contar a mi madre.


Mientras, los periódicos bullían por la noche sacando ediciones especiales y los del Corte Inglés se apresuraban a sacar un anuncio comunicando la llegada de la primavera, que no dejaba de tranquilizar bastante, entre las noticias de los golpistas. Aquella noche cenamos algo suave y, mientras en la tele el rey daba un discurso de esperanza, todos esperábamos en el salón la llamada de mi padre, una llamada que se hizo más eterna que nunca.

Por fin el teléfono sonó, mi madre lo primero que hizo fue echarle la bronca por no llamar antes, le preguntaba si no sabía lo que estaba pasando, y muchas cosas más, durante unos minutos no le dejó ni hablar, mientras las monedas caían en la cabina, luego la cosa se relajó y hablaron de sus cosas en voz un poco más baja, tras colgar, mi madre nos dijo, como echándoselo en cara a mi padre, que estaba muy tranquilo, que le decía que no se preocupara, que a él no le iba a pasar nada. Mi madre estaba realmente enfadada, y nosotros realmente, nos reíamos por dentro.


En la noche de los transistores, en la que toda España estaba pendiente de lo que estaba pasando en el hemiciclo de los diputados, nos acostamos mi hermano y yo en la habitación, esta noche sin dar mal y sin soltar almohadazos de un lado a otro, y mientras pensaba si el Sr. Julián se metería a la cama con el palillo en la boca, si la Sr. Valeriana se habría despertado de la silla, contento de saber que la primavera había llegado al Corte Inglés y que mi padre también estaba tranquilo, me fui quedando dormido con la esperanza de que tal vez mañana no hubiera clase y que el examen de las valencias no me hubiera salido tan mal y que en Valencia los tanques tampoco les amargaran la noche. Mientras en la habitación de al lado, mi madre escuchaba la radio desde su enorme radio despertador que tenía en la mesilla sin poder conciliar el sueño.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Cordero con boina



El sábado por la mañana la Plaza de Abastos de Vitoria era todo un hervidero de gente y de brasas, la plaza de Santa Bárbara bullía por todos los lados y la gente se arremolinaba al olor del buen manjar asado. Se celebraba la fiesta del cordero lechal con eusko label, y al calor de pintxo a un euro los asilos de abuelos se vaciaron para hacer ferviente cola, antes de que los manjares estuvieran ya hechos.


Simultáneamente se asaron 25 corderos de leche, que daban aproximadamente para unos mil pintxos, mil euros de recaudación que se destinaban a la asociación Bultzain de Vitoria, ONG destinada a dar ayuda a colectivos marginados, albergando y manteniendo a personas sin techo que se encuentran en situación de abandono, por lo tanto, el cordero bien merecía la pena. La plaza se encontraba llena de gente, entre los puestos habituales de frutas y verduras de temporada, se habían instalado las parrillas para los corderos, el día espléndido con que amaneció Vitoria permitía hacerlo en el exterior y fue todo un lujo para el sentido del olfato, de tal forma que la gente llegaba atraída cual música del flautista de Hamelín.


Todavía eran las doce menos cuarto, y un montón de boinas y abuelos ya se apostaban en una fila que cada vez se hacía interminablemente más larga, los más cercanos con el ojo izquierdo atendían a los corderos, por si alguien se los quitaba, y con el ojo derecho atendían al chico que en la puerta les impedía momentáneamente el paso, y que se preocupaba por no tapar el cartel que ponía —pintxo a un euro—, no fuera a ser que las boinas de la fila se pensasen que era gratis.


Así se planteaba la batalla un sábado por la mañana, abuelos con boina y pelos canos peleándose por un euro de cordero, sabiamente un paseante apostilló —¿pero no tendrían que estar los abuelos a régimen? hoy cordero, el lunes al médico— y no le faltaba razón. La comida que se hace en la calle, ciertamente, tiene un magnetismo extraño, sabe y huele distinto que la de casa, así que la llamada del hambre no podía tener mejor convocatoria, a un panal de 25 corderos, cien mil abuelos acudieron.

martes, 21 de febrero de 2012

Comunión con el tiempo



Todos los días, desde hace mucho tiempo, los cuadros con las fotos de la primera comunión de Ana y de mis cuñados, adornan la pared del salón en casa de mis suegros, hipnotizan con sus marcos a todo el que pasa con ese magnetismo que tienen las fotos contenidas en el tiempo. Así que el otro día, me dio por volver a hacer posar a sus protagonistas con sus cuadros, y comprobar, como han cambiado aquellos niños que soñaban con crecer y hacerse mayores, segundos antes de que el fotógrafo inmortalizase las fotos de los cuadros, en ese día tan especial que fue el de su primera comunión.


Ana posaba con carita de ángel, con cuidada corrección y formalidad, mirando una flor sacada de un cesto repleto de flores, que ahora el tiempo ha reemplazado por una panera llena de curruscos. Por suerte el tiempo ha ocultado las manchas que su hermano Esteban apunta donde sólo hay sombras, gafas que aparecen y niñas que ahora son madres. No hay mejor recordatorio.


Pedro no ha perdido su cara de bueno, obediente y formal, al igual que su hermana en la pose, con razón comulgaron el mismo día, en un día lleno de bodas y comuniones, el corte de pelo tipo casco, y la mano con misal y rosario, mano que ahora el tiempo cubre de anillos y libros de cuentos que sus niños le piden todas las noches antes de acostarse.


Poco sabía Pedro Ignacio aquella mañana en que el fotógrafo plasmaba su imagen lo que el futuro le deparaba, y que ya hará un año que hizo la comunión su primer hijo, que a su corazón hay que ponerle las primeras tiritas. El tiempo inexorable marca el paso de generación en generación.


Esteban, el hermano pequeño, al menos tuvo una primera comunión para el sólo, por contra, el fotógrafo no fue el mismo y su foto es un poco más pequeña que las de sus hermanos, como remarcando, nunca mejor dicho, que era el pequeño de la casa. El tiempo pasará, pero esa sonrisa de pillo, que nada tiene de formal y obediente, que sí tenían sus hermanos, no cambia, posa en cualquiera de los tiempos con la cara de haber robado el cepillo de la iglesia, por que hay cosas que el tiempo no puede apagar, y menos cambiar.


La tarde acabó entre cuadros que se cuelgan y presentes que se cruzan con el pasado, risas y pasos del tiempo con la siempre mágica mirada fijada sobre unas fotos encuadradas que ahora mismo continúan adornando la pared de un salón con las luces apagadas.

lunes, 20 de febrero de 2012

Carne vale



Los carnavales marcan ese momento en que las ciudades disfrazan la realidad con magia y humor, la época en que la carne vale, en que todo se puede comer, jueves Lardero frente a viernes de Cuaresma. Las calles de Vitoria se vistieron este fin de semana de alegría, de fiesta, del disfraz mejor para estos tiempos de tristeza y pesimismo, por un día los mortales se convertían en diablos, en ladrones enmascarados, miraba la fiesta y soñaba en que tal vez, los políticos en estos días de carnaval se podían probar el disfraz de ciudadano honrado.


A babor y estribor surgían piratas, corsarios y bucaneros, de parche en el ojo, cicatrices de pega y espadas anacrónicas. Padres e hijos, amigos y familiares, todos a una, bien ataviados, mejor pertrechados y dispuestos a tomar un bar o las calles a fuego de trabuco. Los adultos, contentos, por un día volver a ser niños; los niños, más contentos, por un día los personajes de sus cuentos eran ellos mismos. En la ciudad todo el mundo sueña con ser lo que no es.


Junto a la estatua de "El Caminante", la mañana del sábado la gente se agolpa frente a un escenario, las comparsas comienzan a presentarse, grupos de gente disfrazados en unión, gente que se conocen aunque por el disfraz casi ni se reconocen. Los niños a los hombros se sienten felices, se erigen entre la multitud, los tuneados y los sin tunear, pero todos igual de expectantes y contentos.


Las maestras geriátricas de cermonias los citan uno a uno con su rima correspondiente, cuando llega la comparsa ocho, antes de la rima, todos ríen. Por el estrado pasan asociaciones, ampas, colegios y centros culturales, aunque sólo se ven aranelfos, pitufos de Gasteiz, cosacos, pintores y otros seres extraños propios de Avatar.


Además todos celebran que Vitoria ha sido elegida como Green Capital, y para la ciudad verde, nada mejor que un baile erótico tipo Cabaret. Las presentadoras a duras penas intentan arrancar sonrisas en un mediodía frío, con la gente esperando a su gente disfrazada, mucho desparpajo y poco humor en la calle.


Sobre los hombros de sus padres, princesitas rosas que sueñan con no quitarse el vestido el lunes por la mañana, reinas de cuentos en busca de príncipes que se dedican a jugar a fútbol.


Los niños atentos en los hombros de sus padres no se pierden detalle, mientras los osos amorosos, junto a los piratas y los arlequines soportan el frío con buenas capas de ropa.


Marcianos y duendes, dispuestos a hacer un spot de detergente, todos haciendo oreja, todos sin perderse un detalle, todos rodeados de pintores que no pintan nada en estas fiestas, salvo pasárselo bien. Niños con abuelos y padres, generaciones unidas para pasárselo bien.


Mamás pitufo e hijas pitufo, junto a Gnomeos y Julietas, todos sacados de cuentos y dibujos infantiles, todos retratados hoy e inmortalizados de por vida en el album familiar, una sonrisa que recordar para los días tristes que puedan venir.


Entre la multitud los cosacos y piratas, prestos a la conquista de Vitoria, en brazos de padres que por un día permiten a sus hijos, pelos largos y pendientes, un día en el que vale casi todo, un día en el que no se le da la espalda a nada.


Crías de dinosaurio contemplan la fiesta, con ojos de niño sorprendido, con ganas de creérselo todo, con ganas de que no acabe, quietos y en silencio, como muy pocas veces se le puede ver.


Padres e hijos mimetizados de tigres blancos en medio de la selva urbana, niños pesados que flotan sobre los hombros, padres que todo lo aguantan con una sonrisa en la boca.


Mosqueteros al servicio del rey dispuestos a comerse un helado en febrero, la única razón para envainar una espada, el mejor placebo para la playstation, una familia unida que combate unida.


Acaba un día, de disfraces y engaños, un día para los niños y los que vuelven a ser niños, un día de princesas y piratas, un día en que los sueños se hacen reales y la realidad se convierte en pesadilla, un día en que la carne vale todo un tesoro. Os quiero mosqueteros.

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