miércoles, 29 de febrero de 2012

Ni rastro del rastro



Siempre he sido rata de rastro, pero del rastro de siempre, no de los que se han convertido en un centro comercial de moda sin paredes ni puertas, a mi me gusta ese olor a rancio, a humedad, a cosas arrancadas de su espacio natural para ponerse a la venta por mal vestidos vendedores que esperan a curiosos compradores de traje de domingo, corbata y misa. En Zaragoza recorría siendo bien pequeño los alrededores de la plaza de toros y al conocer Vitoria me volví un incondicional del rastro de la plaza España los domingos por la mañana, era éste un rastro muy pequeñito, protegido por las arcadas de la plaza y compartido en segmentada unión con los coleccionistas de monedas y los numismáticos.


Unos exponen productos de anticuario, viejas planchas, pistolas, jarrones de latón y herramienta antigua, sacada de desvanes viejos llenos de mugre que los gitanos listos repulen para engañar a los ojos, multitud de objetos que se agolpan sobre una mesa transportable, en la que por origen difícilmente esos objetos deberías haber estado nunca juntos. Detrás de la mesa, el patriarca sentado, con su sombrero de fieltro, dirige a hijos y nietos, hecho un pincel y abierto de piernas con su bastón entre ellas buscando su equilibrio. Los coleccionistas se separan frontalmente de los puestos más cutres, con cuidado estilo y repetición exacta de domingo a domingo, colocan sus sellos, monedas y billetes, con paciencia de coleccionista esperando cada semana a los mismos veteranos aficionados, aportando una distancia de comprador-vendedor, con clientes que ya son algo más clientes.


Pero donde suele haber más barullo es en los puestos raros, en los que aparecen un día y sobre una tela de estampado rabioso depositan radios viejas, móviles de perdida generación, interruptores de luz roñosos con los cables colgando, cartuchos de videojuegos obsoletos, cuatro libros perdidos de los que regalaban las cajas en el día del susodicho, un par de revistas porno con miss Cádiz 1969, otro par de películas porno en VHS de títulos curiosos, unos cuantos discos cubiertos de plásticos transparentes que de transparente tienen poco ya, junto a ellos un manojo de singles medio rotos con más historia que una enciclopedia, muñecas viejas desasistidas de cariño, trozos de juguetes nuevos imposibles de recomponer, carteras viejas, radios diminutas enroscadas en unos cascos de altavoces rotos, radios de cocina con una capa de grasa vieja como adorno en sus teclas y todo salteado con tornillos y clavos que comparten óxido a partes iguales.

Ante semejante escaparate, y de una forma increíble, se agolpan hombres de domingo que observan con detenimiento tales joyas y hasta preguntan y regatean a un vendedor que fuma sin consuelo, ahumando su rostro desaliñado, que mientras acompaña a su cuerpo de un vaivén nervioso con sus pies, regatea a la baja sus productos con la habilidad de un vendedor del Corte Inglés. Los corrillos parecen inevitables y atraen por si mismos, apenas unos cinco minutos y ya lo he recorrido todo, una pena que de los rastros ya no quede ni rastro.

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