lunes, 27 de febrero de 2012

La chica de la parada del autobús



Conocí a Elena cuando ella tenía 19 años, un día de septiembre que aparecí para reencontrarme con Ana después de conocernos en Anguiano por primera vez, frente a la parada de la estación de autobuses vieja, me esperaban Ana y sus amigas, así conocí a Elena, cuando cualquiera que se miraba en sus ojos sentía lo que es la dulzura y el cariño, en ellos se reflejaba siempre la más sincera de sus sonrisas, y hasta cuando su cara se sonrojaba con cualquiera de mis bromas, sus pecas no la abandonaban y se volvían todavía más tornasoladas. Elena era parte de la cuadrilla de Vitoria de Ana, y si bien algunas me miraban con desconfianza, en defensa al intruso que les quería arrebatar a su amiga, Elena siempre me dedicó la mejor de sus sonrisas. Desde ese día vinieron muchos momentos de risa y confidencias al calor de los bares en la temprana noche.


Recuerdo que me contaba que todas las mañanas cuando tomaba el autobús de madrugada para ir a estudiar a Bilbao, con el vaho saliendo de su boca y resguardada siempre por su palestino, le gustaba ver a un chico con el que coincidía en la parada del bus, el viaje se hacía especial si lo podía ver cualquier mañana, y en los que no estaba, se volvían un poco más tristes. Jamás le dijo nada, y él, posiblemente, ni se enteró que con sólo su presencia alegraba las mañanas de Elena como en las más bonitas historias de amor, desde aquel día para mi fue la chica de la parada del autobús, y a ella le hacía mucha gracia. Estudiaba con todas sus fuerzas, aplicada y responsable a partes iguales, desgranaba sus días entre la familia, su carrera en Bilbao y los fines de semana con sus amigas.


Desde finales de 1989 compartimos viernes y sábados en la noche de Gasteiz, nos reímos juntos con zuritos y zumitos, compartimos patatas en el Amairu, repusimos fuerzas en Los Arcos, nos comimos unos txampis deliciosos en el Ondarribi, cantamos a la luna como una manada de lobos, aguantamos la lluvia indeseada y patinamos sobre la nieve que nos sorprendía de madrugada, yo con todas ellas, y ellas aguantándome a mi, a mis locuras y conversaciones locas. En verano descubrimos Llanes y en mi Corsa Luxus blanco repleto de amigas, descubrimos playas y horizontes nuevos por descubrir. También la visitamos, quiero recordar que era un septiembre, en Leza, en la Rioja alavesa, entre vinos y fanfarrias de pueblo. Mientras el amor me unía más a Ana, con todas sus amigas comenzábamos una gran amistad de un maño que invadía el País Vasco, al menos, una parte.


Pero a Elena la vida le tenía deparada una fatal jugarreta, en 1991 una enfermedad de esas que se te comen por dentro quiso cebarse en ella, y si bien, nadie se merece ninguna enfermedad, ella menos que ninguna. Pronto se le empezó a inflamar la cara y perdió la fuerza en un brazo, que llevaba en cabestrillo, pero no perdió su sonrisa, ni desapareció el brillo de sus ojos, sus pecas eran más divertidas que nunca y su palestino nunca le faltaba. Ya no podía salir todos los fines de semana con nosotros, ni podía saber si su chico de la parada del autobús estaría esperándola. Cuando me tocaba ir para Vitoria, deseaba que fuera uno de los fines de semana que se encontrase bien para poder salir, pero el invierno de aquel año le dejó poca tregua. Recuerdo que le llevaba los álbumes de fotos que tan curiosamente preparaba, con frases, recortes y cualquier cosa que se pudiera pegar en sus hojas, se los acerque a un bar de la plaza Amárica  y allí los miró y remiró, y su sonrisa se duplicaba y magnificaba viendo como nos queríamos Ana y yo, y eso le hacía tan feliz como si lo fuera ella misma.

A finales de año y principios de 1992, su enfermedad fue a más, la ingresaron en Cruces en Bilbao y fuimos a verla un día, Elena estaba en aquella habitación blanca con toques azules, sus ojos seguían brillando y su sonrisa no se había perdido, era lo único que se podía ver de su cara, un vendaje aparatoso le cubría su cabeza que ya se había deformado ostensiblemente, a sus 21 años su cuerpo no le acompañaba, pero eso era lo de menos, sus ojos lo decían todo, nos reímos un rato juntos, como no podía ser de otra forma, pero al salir y camino al coche, del mismo coche en el que nos habíamos reído juntos en Llanes viajando como sardinas en lata, nos inundamos de una profunda tristeza, nos dimos cuenta, por primera vez, que la podíamos perder, el viaje de vuelta a Vitoria transcurrió en silencio, viajábamos llenos de vacío, que le pasara eso a Elena era muy difícil de entender.


Así, tal día como hoy, hace 20 años nos dejó Elena López Bolinaga, sin hacer ruido, sin decir adiós para no molestar, con sus 21 añitos llenos de vida, se marchó agarrada a una parada de autobús, con su pelo liso, su palestino al cuello, sus pecas y una sonrisa bien grande. A sus amigos nos dejó rotos, casi sin palabras, y llorando por dentro hasta mojar los corazones. Sus padres estaban destrozados, su madre, a la que se parecía un montón, no podía estar más triste y había perdido su sonrisa, su hermano, Íñigo, más pequeño, y ahora un gran arquitecto, apenas percibía todo lo que pasaba. Todavía hoy, cuando hace bueno, me acerco al cementerio intentando encontrar donde está Elena, donde le dijimos adiós por última vez, y no la encuentro, aunque eso es lo de menos, lo que necesito es decirle al viento lo que la echo de menos, y como me cabrea que la vida nos privó de tener a una gran amiga a nuestro lado. No hay momento en que no pasee por Vitoria y me acuerde de ella, y sólo espero poder verla agarrada a una señal de autobús, que por desgracia, pasó a buscarla demasiado pronto. Te queremos Elena.

2 comentarios:

  1. La cruda realidad de la muerte, se nos presenta en nuestra infancia, a veces durante nuestra adolescencia o incluso hay personas que no la conocen hasta la madurez, pero incluso la visita de tan desagradable presencia se convierte en otra "manzana de la vida" que llega para atragantársenos o para fortalecernos con ella.

    De sus terribles visitas debemos ser conscientes de que todos nos iremos siendo absurdo que nos aferremos a las cosas materiales que creemos nos dan la felicidad: posesiones, conocimientos, trabajo, dinero, prestigio...

    TODO desaparece como el agua en la arena de la playa, sin dejar huella o tan sólo una pequeña marca en la arena, así que aprendamos de las dolorosas pérdidas de la vida (naturales o emocionales) ya que nos harán fuertes y horados.

    Cuando has sentido el dolor por la muerte de un buen amigo, descubres cuanto quieres a los que te rodean

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