lunes, 13 de febrero de 2012

La abuela Angelita



El pasado 11 de febrero hizo 21 años que falleció mi abuela Angelita. Nos dejó en un visto y no visto, tras una fractura de cadera en el soportal de su último piso alquilado en la misma calle en la que vivíamos nosotros. Su cuerpo ya muy frágil y su corazón aún más débil, justo aguantaron la operación, pues pocos días después nos dijo adiós desde una habitación del hospital Miguel Servet. Nos dejaba la única abuela carnal que pudimos disfrutar mi hermano y yo, los otros tres abuelos habían marchado tempranamente a recorrer nuevas vidas, dos de ellos ni nos vieron de bebes, mi abuelo Valentín, al menos, nos acunó de pequeños.


Ángela Loperena Salinas no tuvo una vida fácil, como a tantos que les tocaron vivir aquellos años convulsos de principios del siglo XX. Nació un viernes, el 18 de julio de 1913, en un día de calor moderado, apenas se pasaron de los 21 grados, en pleno reinado de Alfonso XIII, con los ecos de la festividad de la virgen del Carmen, la insurrección marroquí en la zona española, convertida en una sangría de soldados muertos y heridos, y el final de la guerra de los Balcanes. Mientras, en San Sebastián se inauguraba la Fábrica de Tabacos y en Barcelona se estrenaba la película Los dos sargentos franceses de 5 partes y 2.500 metros. En Leache, un pueblecito pequeño de Navarra, el escenario no era tan lúdico, Ángel Loperena se había casado con María Salinas Sola, ya habían tenido un niño varón antes, Jesús, y Ángela era su segunda hija, su madre venía de una familia de Leache con varias generaciones, y Ángel era de Gallipienzo, pero por desgracia falleció joven, dejando viuda y dos hijos.


La bisabuela María era una mujer de carácter y de grandes soluciones, y pronto se casó con Ignacio Zabalza Iríbarren, un hombre duro y severo con el que tuvo tres hijas más, que pasaron a ser las privilegiadas, frente a los dos hijos del anterior matrimonio. Ignacio Zabalza fue durante bastantes años alcalde de Leache, y asistió el 19 de julio de 1932, un día después de que Angelita cumpliera 19 años al Acta de la asamblea celebrada por los ayuntamientos vasco-navarros para la discusión y aprobación del Estatuto con la presidencia de la Diputación Foral y Provincial de Navarra de Don Constantino Salinas en el teatro Gayarre de Pamplona, desconocemos lo que votó. A Angelita, mientras, le tocaba acarrear pozales de agua desde la fuente vieja, ayudar en el campo a Jesús, amasar el pan y cuidar de sus hermanas pequeñas, entre un montón de cosas más, en aquellos años dejó su juventud y apenas dejaba un segundo de trabajar, de un lado a otro debilitando su todavía joven y fuerte corazón.


Durante la guerra civil, hambruna y pesares, en un pueblo que vio marchar a jóvenes requetés de boina roja y a soldados que no volvieron más, uno de ellos fue su hermano, que regresó tan maltrecho del frente y con fiebres que lo dejaron sin fuerzas y expirando en la cama al abrazo de su hermana y de su madre. Ángelita empezó a salir con un hombre que le sacaba nueve años, de jóvenes ya se habían gustado, pero no eran años para noviazgos, por fin se pudo casar un 19 de junio de 1940, a los 27 años con Máximo Goñi Moriones, que contaba con 36 años, salir de casa fue todo un alivio, aunque no paró de trabajar, su marido era un hombre emprendedor y dinámico, y aunque eran años de racionamiento y pesares, plantó olivos y viñas nuevas, que pronto le empezaron a dar rendimientos, se hicieron una casa nueva con baño y todo, la envidia en el pueblo, Máximo escondía el aceite en tinos de aluminio en una pared falsa y luego lo vendía para sacar a su familia adelante, pues ya Angelita había dado a luz en 1941 a su primera hija, María Isabel, mi madre, después vendrían en 1942 Jesús y finalmente en 1948 la pequeña Dolores. Vivieron unos años muy felices, abrieron una tienda de pueblo en los bajos de la casa, criaron animales y trabajaron el campo de sol a sol, tostadas de pan con ajo y aceite por la mañana, para acabar escuchando las emisoras de radio de Francia en el silencio de la noche, temiendo que la guardia civil aporrease la puerta en busca de los maquis.


Pero el destino le tenía aguardada una nueva jugada a Angelita, el 11 de mayo de 1953, Máximo caía muerto en una cuneta volviendo de Sangüesa, después de cruzar su yegua, su corazón dijo basta. Angelita volvía a revivir lo que le había pasado a su madre, se quedaba viuda y con tres hijos de 11, 10 y 5 años, sin apenas poder asumir el dolor, y con el cuerpo amortajado de su marido en la habitación en la que apenas hacía un día que habían dormido juntos, matar gallinas y conejos para preparar la fiesta del funeral para todos los que vinieran. Máximo le dejaba un panorama de sueños y deudas por asumir, tierras que trabajar y mucha envidia en el pueblo para ayudar generosamente, con la cosecha por recoger, nadie en el pueblo quiso colaborar sino había dinero de por medio, los consuelos y los pésames se olvidaron pronto, y todos se aprovecharon de donde ya no había. Angelita volvió a tomar las riendas y trabajó de todo lo que pudo, continuó con la tienda aunque las deudas se la comían, trabajó de carnicera en el pueblo, en horario siempre disponible por 100 gramos de carne a la semana, los hijos mayores trabajaban como hombres, perdiendo parte de su niñez, fueron unos años muy duros.


Llegaron los años 60 y poco a poco se fueron rehaciendo, mi padre conoció a mi madre en Tafalla, un noviazgo que no entraba dentro de los planes de Angelita, que tenía otros pretendientes por Gallipienzo y pueblos cercanos, le daba miedo mi padre, agente comercial, —uno de esos que va viajando por ahí—, le decían los mal pensados, y además con residencia en Zaragoza, lo que suponía la marcha lejana de la hija mayor que también continuaba trabajando de modista para aportar algo de dinero a la familia. Pese a la conversación que tuvo mi abuela con mi padre en Tafalla, y pese a que mi padre por aquel entonces tampoco era de entrar en problemas, mi madre sí, y peleó por mi padre hasta que se casaron en Zaragoza un 31 de diciembre de 1964. Un año antes, en 1963, toda la familia, con Angelita a la cabeza, se trasladó a Zaragoza, mis padres ya eran novios oficiales y Jesús no era amante del campo, le gustaba mucho más la caza y la vida de la ciudad. Mi padre le ayudó a encontrar trabajo y muy pronto toda la familia se asentó en Zaragoza, eligieron para vivir una bonita casa en la C/ Pradilla, nº11, por fuera era una casa de tres plantas, pero accediendo por un largo pasillo se llegaba a la casa de mi abuela, abrías la puerta y un patio enorme, con fuente e higuera daba paso a una casa chalet de dos plantas donde vivían los Goñi Loperena. En aquella casa correteé, salté, derrapé con mi triciclo y perseguí a una tortuga anciana durante mi infancia. Conforme se le fueron casando los hijos Angelita alquiló las habitaciones a huéspedes, y de esta manera conseguía mantenerse económicamente.


Recuerdo que de pequeño me quedaba con ella alguna semana cuando mis padres tenían que pintar o empapelar en casa, me hacía un pollo escabechado buenísimo en una cazuelita de barro muy vertical, de postre, natillas con clara en punto de nieve y galletas María, membrillo de tres colores, marrón, amarillo y verde, y arroz con leche, que era lo que menos me gustaba; para merendar un bocadillo con recortes de jamón de york, mortadela de aceitunas y chorizo de Pamplona comprados en el Mercado de Cuellar, que comía en el parque Pignatelli mientras me llevaba a un tobogán muy alto que cuidaba un señor y al que se le pagaban unas pesetas por poder usarlo. Las mañanas del domingo, misa en capuchinos, mirando con ojos de niño pequeño la torre de los italianos y los monjes de las paredes. Por la noche dormía con ella, en su misma cama, en la oscuridad de su habitación, con las perchas repletas de batas de estar por casa y abrigos verdes con cuellos de zorro y broches en el cuello, sobre el taquillón, pocas joyas y recuerdos, y junto al espejo un cuadro con la foto de su marido, mi abuelo.


Volvieron unos años maravillosos, que coincidieron con mi infancia, pero el dueño de la casa, tenía otros planes para la propiedad, a Angelita le comenzaron a llegar cartas de desahucio pues querían hacer unos edificios nuevos y mi abuela, además, tenía renta antigua, peleó lo que pudo, y pudo poco, aquello de que la echaran de casa le afectó mucho, su cuerpo se empezó a quedar cada vez más enjuto y débil, y su corazón tenía pocos recursos, según le decía el Dr. Samitier. Mi padre le buscó un piso cerca de donde viven mis padres, en la calle de Concepción Arenal en Zaragoza, era un primer piso, que arreglamos y adecentamos lo mejor posible, allí compartió los días con mi madre y con alguna estudiante a la que alquilaba alguna habitación, todavía recuerdo esos anuncios en la sección de huéspedes de Heraldo de Aragón los domingos, con el teléfono de mi abuela solicitando gente formal para habitación de alquiler. A los años tuvo que dejar aquel piso, pues se casaba el hijo de la dueña, y mi padre una vez más, le encontró un bajo en nuestra misma calle, en Pilar Lorengar, era pequeño, pero lo arreglamos y mi padre lo dejó precioso, ya no alquilaba habitaciones, ya su cuerpo se mostraba muy débil, y así fue que un día de esos que emprendía su único camino hacia casa de mi madre, la cadera le falló y se quedó tendida en el rellano de casa hasta que un vecino nos avisó.

Recuerdo que para la operación doné sangre por primera vez, y pasé mi primera noche en un hospital haciéndole compañía una vez que la operaron, Angelita empezó a delirar y nos tenía por la noche cogiendo manzanas por el suelo fruto de la fiebre que tenía, y finalmente un 11 de febrero de 1991 nos dijo adiós, mientras yo me escaldaba con aceite haciéndome la comida. Habría cumplido 99 años en este 2012, pero su cuerpo evidentemente, no lo aguantó, se pasó una vida con ratos de felicidad y con muchos más malos tragos, viendo como los hombres que más quería en su vida le fueron dejando, primero su padre Ángel, del que heredó el nombre y su genio, después su hermano querido, que vio morir en su juventud y del que puso a su primer hijo su nombre, y finalmente, y en el golpe más duro la muerte de su marido, el hombre con el que soñó ser feliz y tocó con los dedos su sueño, pero un día se desvaneció todo, y tan sólo se le quedó un carácter duro, un eterno refunfuñar y una vida muy dura de contar. Abuela, siempre que me quejo de algo, pienso en ti, y me doy cuenta de lo afortunado que soy, y de lo poco que debería quejarme. Abuela, no te olvido.

8 comentarios:

  1. Precioso relato de toda una vida, David. Y cuántas de las vivencias de tu abuela me recuerdan a la mía, también de Navarra, y con familia en Gallipienzo. Nacida también en 1912, y que también tuvo a mi madre en 1942, y que también se vinieron a vivir a Zaragoza. Como tantas familias que emigraron desde Navarra a Zaragoza. Y cuánto les debemos por sus esfuerzos.

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    1. Ya te digo Javier que tú y yo tenemos mucho que charlar al calor de un café

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  2. Me he emocionado mucho, pero mucho, mucho y eso que la conocí poco, pero mira, eso que me llevo por delante, que conocí a una superviviente, luchadora y trabajadora. Viva por ti, Angelita!!!! Y viva la familia que tienes,puedes estar muy orgullosa de tus hijos y nietos.

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  3. que buen relato david me has dejado sin palabrassss... eres un escritor genial.
    besos

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  4. Cualquier cosa que escriba va a quedar desnuda al lado de tu relato. Gracias primo, muchas gracias por haberme hecho recordar tantas y tantas cosas de que yo guardaba pequeños recuerdos. Gracias.

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