jueves, 4 de octubre de 2012

Naturaleza y paz, no pido más



Ya es de día en casa. Asturias ruge con un sol que todo lo inunda y baña de fluorescente unas hojas que todavía contienen alguna pequeña gota de agua de la noche. Desde arriba de casa tengo una vista maravillosa, un castaño justo enfrente, que pone música a las ráfagas de viento y al fondo la montaña que todo lo tapa y todo lo muestra.


Los animales, las flores y las hojas parecen renacer a los primeros rayos de sol. Al igual que yo. Abejorros sobrevuelan en giros perdidos a la búsqueda de la rica flor. El cielo se abre y por momentos se cierra. Algún nubarrón es bienvenido aunque apague un poco la luz del día.


Las nubes bajas tocan con la punta de sus dedos las cimas de los montes cubriendo con gasas su verde imponente. Por un instante quisiera alzar la mano y tocarlas, desvanecer entre mis dedos su condensación de agua y entrelazarme en sus cielos para dejarme llevar.


Los hombres del campo dicen que si sobre las montañas que tenemos enfrente están las nubes, cambiará el tiempo y lloverá. Ana se lo cree y hace bien, pero este verano apenas ha llegado el manto de humedad prometido. Tiembla el cielo pero para seguir dando paso al sol.


La hoguera clavada el año pasado sigue firme. A sus pies ya ha crecido la hierba y apenas se nota el trabajo que llevó su instalación. Vertical y fino, aguantando tormentas y besos en la noche. Mirándolo todo desde la atalaya de su bandera y el silencio de la mañana.


Los caminos se tuercen entre los campos, sobre mantos de verde alfombra que llevan a casas y recuerdos. Los árboles fijan los cruces y aturden al caminante, con sus ramas de racimo de vacías hojas, nostalgia de un presente que revivir. Me dejo llevar agarrado de la mano como un niño pequeño a la madre naturaleza y me siento feliz.


La naturaleza salvaje se abre paso libre de la presencia del hombre, y surge a su antojo arropando árboles y llenándolo todo de miles de verdes diferentes. Es tan anárquica y perfecta su composición que hasta da cosa tocarla. Ruge naturaleza y déjame que me inunde con tu color.


Entre lo verde surgen ríos que llevan a lugares recónditos, donde nace el agua en silencio, lejos muy lejos. Agua que habla con un suave murmullo como si fuera una oración que llama a la maleza a acompañarla.


Entre los campos la vida se reparte, con vacas, caballos y todo lo que se preste. La tranquilidad todo lo llena, sus mugidos compensan la calma animal que busca la luz como el maná que cae del cielo.


En la costa, las palomas de mar abierto custodian rocas alejadas para los hombres. El ruido del mar flota en el aire. Entre los campos, al final de su manto verde surge la arena y los acantilados que ponen fin a un mar que viaja errante sin rumbo fijo.


De entre las rocas surgen finales de riachuelos, que se encuentran con el mar, sin discutir, sin preguntarse quien llegó antes, pero compartiendo un mismo destino. La playa está vacía de gente  y llena de vida. Me sumerjo en su oleaje y me dispongo a fondear en su orilla.


Me dejo querer por sus aguas, que por un momento siento mías. Es un instante, tan sólo un momento, pero parece eterno, hasta su simple visión me lleva a esas sensaciones que me recorren con su contacto. El tiempo parece que se ha parado y sólo las olas marcan un ritmo por el que me dejo llevar.


Hasta el puerto está relajado, las lanchas respetan mi silencio y apenas se mecen en un agua encerrada y castigada a convivir con el hombre.


Las palomas de puerto, revolotean a la rapiña de lo que los humanos abandonan en una mezcla de basura y desdén. Naufrago al final del puerto y vuelvo a casa, arrastrado por un mar de sensaciones y de plenitud que no quiero abandonar.


En casa la noche comienza a ganar al día su partida, nada se ha movido, ni los árboles ni la montaña. Me siento seguro en mi hogar, pero la felicidad también está ahí afuera. Mañana comenzará otro día y todo volverá a empezar.

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