lunes, 29 de octubre de 2012

La trastienda de los puestos



Mientras la gente, con lo mejor de sus familias, desfilaba, ataviada con trajes regionales, ropa de abrigo y regalos de colores, por las céntricas calles de una Zaragoza en Fiestas del Pilar, parapetados en los soportales los puestos con collares, pulseras, cuadros e infinidad de detalles se exhibían en un escaparate ambulante, mostrando por delante lo mejor de ellos mismos, y por detrás, la tristeza de su trastienda ambulante.


Los collares sobre conos truncados negros, no evitaban poder ver las bolsas de basura, cajas y plásticos a merced del viento. Los baturros miraban la bisutería a distancia, y el vendedor los atendía con su horrendo pantalón de chandal y calzado con unas chanclas playeras.


Los menos madrugadores comenzaban a montar el puesto a la española, una trabajando y siete mirando. En breves segundos montan su escaparate, con esterillas de persianas y un montón de productos que salen de unos carros de compra, que por momentos, parecen mágicos. Caras sin dormir, gafas de sol, ojeras al viento y trenzas de colores dispuestas a venderlo todo.


Los productos miran a los peatones. Bolsos, carteras y fundas de móvil buscando dueño, en soledad, a merced del viento, o mejor dicho, a merced del dinero. Por la acera la gente pasa soltando miradas, buscando encontrar un detalle, un recuerdo, ese regalo inesperado, esa compra que se pierde en el fondo de un cajón.


Con cariño y paciencia, se ordenan trenecitos con nombres y letras, palabras al azar en busca de dueño, con un tren llamado Pilar en primera línea. La gente mira y mira, pero casi nadie pregunta ¿cuánto?, la palabra mágica que puede abrir una venta. En la espera, paciencia y trabajo de artesanía de la vendedora, que acaba trenes que tendrán más salida en la tarde-noche.


Más abajo, detrás de otros puestos y frente al quiosco, el hombre orquesta se prepara. Ecualizador, altavoces y más bultos comienzan a desembalarse. Hay que dejarlo todo preparado para el sonido de las  flautas andinas y canciones folclóricas que se abrirán paso a la tarde. Detrás de los puestos más bultos y bolsas ocultas para los ojos de los compradores.


La gente continua de un lado a otro, multitud de gente atareada con sus cosas y agarrada a su familia que ha venido de visita. Detrás del puesto de collares y pulseras de hilo, dos hombres sentados y una mujer trabajando. Los tres de pelo negro estirado y largas coletas, los tres de negro, los tres soñando con su hogar.


Los relojes marcan la hora y su dueño los pinta, como si estuviera solo en su habitación, ajeno al ruido y el bullicio. Con su arte dibuja logos de Ferrari, Ches y Bob Marley's en busca de dueño. Su manta, sin poner, las cajas sin abrir, pero la inspiración cuando llega, llega, aunque sea sentado en un taburete de juguete.


Ya casi al final, un asiático con cachirulo al cuello, muestra sus cuadros de nombres con letras de vivos colores y dibujos caligráficos. Sobre su silla diminuta mueve los pinceles buscando un dueño que alquile sus manos. Mientras todos siguen a su fiesta un montón de pequeños artesanos y grandes artistas venden sus manualidades entre los soportales de una ciudad en la que muestran su trastienda.

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