lunes, 3 de diciembre de 2012

El pan de la Mercedes y las bolsas de leche



Sin apenas quererlo, deseando seguir arropado por las sábanas y la manta, acomodado sobre la almohada ya domada, se oía de repente un despertador horrendo desde la habitación de mis padres. Rápidamente se paraba y comenzaba a oírse en una radio las noticias de Radio Nacional de España. Era inevitable, un nuevo lunes de colegio comenzaba. Pronto se oían los pasos que se encaminaban hacia nuestro cuarto y la puerta se abría sin contemplaciones y unas voces, de momento calmadas, nos invitaban a levantarnos, tanto mi hermano como yo, aguantábamos inmóviles, como si no fuera verdad lo que estaba sucediendo, para ver si había suerte y no volvía nuestra madre.


A los segundos despertábamos de nuestra realidad, ahora ya, con unas voces más chillonas. Mientras la radio seguía dando sus noticias y después de un lavado de cara lo más superficial posible para evitar el contacto con un agua heladora, nos vestíamos con la ropa que nuestra madre había dejado la noche anterior preparada y doblada. Muda nueva, calcetines nuevos y la odiosa ropa de siempre.


Al rato aparecíamos en la cocina con todavía alguna legaña y rascándonos los ojos al compás de los bostezos intermitentes que no paraban. Mi madre sin mostrar clemencia ninguna, me ordenaba antes de que mi cuerpo se sentara sobre el taburete:
–¡David! ¡Abrígate, y vete a por el pan y la leche!–
–¡Otra vez yo, mamaaaaaá!– decía entre una queja que intentaba ser un medio llanto y que conseguía alargar una "a" infinita.
–¡No me hagas que te lo repita otra vez!– me insinuaba mientras no dejaba de abrir armarios.
–¡Pero es queeeeeee!– decía frunciendo el ceño he intentando alargar una "e" infinita que rápidamente era cortada.
–¡Ni es que, ni es "ka"!– apremiaba mi madre con rotundidad, mientras yo antes de que acabara la frase ya me había puesto la trenca con aquellos botones que parecían dientes de jabalí, había cogido el dinero del monedero y ya bajaba las escaleras rumbo a la calle.


Cruzaba Pilar Lorengar casi sin mirar, raro es que a esas horas cruzara un coche. Mientras jugaba con el vaho que salía de mi boca enfilaba la calle de al lado, Concepción Arenal, donde a pocos pasos estaba la Panadería de la Mercedes. Era ella una señora bajita y rechoncha, siempre con su delantal blanco, su moño negro, morros pintados, pestañas empeinadas y esos andares lentos y cansinos de la artrosis. Se camuflaba sobre un mostrador blanco con una balanza de las de flecha, detrás de ella una estantería, también blanca, que tapaba la visión de lo que sucedía en el interior de la panadería y de la que salían unos ruidos que despertaban mi curiosidad de niño. Nada más llegar, pedía la vez, como me había enseñado mi madre y esperaba mi turno.


La Mercedes hablaba con alguna señora sin prisa sobre sus dolencias, yo mientras, perdía el tiempo mirando para un lado y para otro, sobre una caja de plástico negra estaban las bolsas de leche, resbalándose unas sobre otras y me entretenía contando cuantas barras de pan había sobre la estantería. Por fin me tocaba, y decía sin dudar: –"Dos barras de pan y una bolsa de leche"– era como un verso que tenía memorizado, y que de tanto repetir, más de un día lo había dicho al revés, –"Dos bolsas de leche y una de pan"– o –"Dos bolsas de pan y una leche"–, para el consiguiente cachondeo de la señora Mercedes, que todavía entre risas colocaba las dos barras sobre un papel en forma de rombo, juntaba las puntas y las enrollaba como si fuera un helicóptero, dejando las barras de pan aprisionadas.


Así salía por la puerta, con las barras debajo del brazo y la bolsa de leche sujetándola con dos dedos. No había llegado a la puerta de casa y ya se me había resbalado la bolsa un par de veces de los dedos y votado sobre la fría acera, de una ciudad que cambiaba poco a poco, las casas viejas dejaban paso a otras nuevas y algún semáforo se dejaba ver.


Ya en casa, me quitaba la trenca, y mientras miraba con cabreo a mi hermano por la suerte que tenía siempre de librarse de ir a por el pan, entregaba a mi madre la compra y por fin me sentaba en el taburete a esperar el desayuno. En la radio seguían las noticias y mi madre cortaba con las tijeras el pico de la bolsa de leche que salía disparado. El butano rugía y el cazo de leche se calentaba por momentos.


En la mesa el Cola Cao esperaba y mientras mi madre nos preparaba los bocadillos de chorizo de Pamplona con el pan recién traído, que de lo crujiente que estaba se oía en toda la cocina al ser cortado por el cuchillo. Luego el papel Albal escondía su contenido como si fuera un tesoro, papel que acabaría hecho una bola y encestada en cualquier papelera del colegio. Y aunque un lunes de colegio comenzaba hace mucho tiempo, hoy me desperté con el olor del pan de la Mercedes y con el sabor del Cola Cao hecho grumos sobre la leche.


1 comentario:

  1. Hoy busqué en Internet fotos de las antiguas bolsas de leche Día y no encontré ninguna :(

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