miércoles, 23 de mayo de 2012

Reencuentro III: el castillo de Santa Catalina de Jaén



Después de levantarme, asearme e ir a tomar el desayuno en el hotel, Rafa pasó a buscarme. Ropa cómoda, la cámara bien cargada y los ojos abiertos para ver cosas nuevas. El día había salido un poco triste y las nubes a duras penas se querían ir de las alturas. Tras regalarme un libro de la presentación del día anterior Rafa me llevaba en su coche por las calles de una ciudad que se abría entre las casas y las plazas.


Nos dirigimos lo primero hacia el Castillo de Santa Catalina, la construcción defensiva natural de Jaén que desde los íberos asentada sobre la roca viva del cerro de la Sierra de Jabalcuz, divisa toda la ciudad de Jaén y los montes cercanos. Tomábamos una calle y veíamos la catedral, nos abríamos a otra y se veía el Castillo sobre nuestras cabezas, parecía un juego del escondite entre la ciudad y sus sombras.


Poco a poco, serpenteando una carretera nos íbamos acercando a las estribaciones del Castillo, a un lado dejábamos los depósitos y el Seminario, todo rodeado de casas pequeñas y paredes blancas y amarillas de las que parecían surgir calles imposibles de estrechas miradas.


Al llegar arriba, los 820 metros se notaban, el Castillo muy reconstruido, sus torres albarranas dan paso al camino que lleva hasta su interior, en un martes en el que pocos visitantes se topan en nuestro camino.


Resulta inevitable asomarse a su murete y contemplar la ciudad desde arriba, se enseña garrapiñada, apelotonada con pequeños tejaditos naranjas sobre casas de paredes blancas, pocos parques ni edificios se visualizan sino es hacia el fondo.


A la derecha la catedral se muestra majestuosa, resaltando sus dimensiones frente a una ciudad que parece de enanos. Al fondo las montañas y colinas sólo dejan ver olivos que se distribuyen en ordenada procesión.


La ciudad se abre hacia un lado y hacia otro, con lenguas y brazos que recuerdan la leyenda del lagarto de Jaén que me contaban ayer en el Matahambre. En algunos sitios los rayos de sol apuntan a una ciudad que dejan la otra parte en sombra.


Seguimos el camino que nos lleva hasta el otro extremo del Castillo, en el oeste donde se sitúa la colosal Torre del Homenaje, 30 metros de altura y casi 16 metros por cada lado, los 10.000 maravedís que costó en 1529 dieron su fruto y obligan a levantar bien el cuello para intentar apreciarla en toda su magnitud.


Las diminutas ventanas y saeteras que se abren en su muro nos hablan de batallas perdidas y ganadas, de sueños de reyes y de finales de imperios. Sus paredes todavía parecen albergar el eco de las explosiones que los franceses provocaron, mutilando el Castillo para que nadie después de ellos pudieran utilizarlo.


De repente el camino se hace más estrecho, por un momento parece que se camina por la cresta del cerro y el viento se nota sobre nuestros cuerpos, en dirección hacia el punto más elevado de la ciudad.


Al final una cruz blanca que se divisaba desde abajo, se levanta altiva pero sencilla, en el mismo punto en el que dicen que Fernando III el Santo clavó su espada tras arrebatar la fortaleza al rey musulmán Al-hamar. Sea verdad o mentira la historia se palpa a la par que el viento ruge con más fuerza.


Delante justo la ciudad y los olivos siguen emergiendo de entre la roca montañosa. Uno no puede evitar  sentirse vigilante del Castillo aunque sólo sea por un momento.


Abajo el seminario se abre paso entre la ciudad que zigzagea entre barrios nuevos y barrios viejos, abriéndose paso al tiempo y lo que sus gentes quieren de ella.


Emprendemos la vuelta hacia el Castillo, volviendo las miradas hacia el cielo y hacia sus torres, grandes muros de piedra naranja que se levantan desde la misma roca desafiando al viento y a las nubes. Piedras labradas desde los cartagineses de Aníbal, recolocadas por musulmanes, asentadas por cristianos y derribadas por las tropas napoleónicas.


El camino al revés se antoja como nuevo, el cambio de perspectiva lo ennoblece más y lo ubica frente al horizonte y las nubes, haciéndole sentir a uno el dueño y protector de la ciudad.


Hacia los lados de nuevo la ciudad, escudriñando la mirada solo se ven tejados pegados a tejados, alguna calle estrecha por la que pasa poca luz, iglesias y algún palacete que con sus escasas cuatro o cinco plantas destaca sobre el conjunto de casas pequeñas.


A la derecha la Catedral de la Asunción se levanta sobre una plaza abierta frente al Palacio Municipal y el Palacio Episcopal, sus magnitudes se muestran impresionantes, y me recuerda a esas iglesias de conquista que se levantaban en las plazas de las ciudades de Iberoamérica, donde también el contraste de las casas pequeñas con la altura del templo es manifiesta.


Por fin llegamos a la puerta del Castillo, una armadura parlante nos habla con voz profunda dándonos el alto, restando seriedad a la visita. Sobre su piedra se labra la leyenda del nombre de Santa Catalina al obtener el Castillo Fernando III de manos de un derrotado Al-hamar.


Por dentro el recinto no parece proteger más de lo que ya lo hacen sus muros de piedra, a cielo abierto y con las torres de vigilancia parecen desfilar las tropas de otros tiempos sobre las almenas.


La planta del Castillo en la zona nueva, que es la que fortificaron los cristianos durante el siglo XV se adapta a la forma de la roca, lo que sumado a la planta del alcázar viejo, hoy Parador de Jaén, dotan a todo el Castillo de forma de barco en lo alto de la montaña.


Dentro te sientes el rey del castillo, sobre la cabeza el cielo y un viento que golpea sin clemencia, a los pies la montaña y una ciudad que emerge por los laterales. Al frente la torre de la vela con un pórtico de entrada enorme y a su izquierda la torre albarrana junto al molino.


Al frente de las almenas un paisaje de montes y olivos emerge entre las nubes, desde la torre de las troneras en un día claro se divisa media provincia, y el verde, todo lo torna. Entre el hueco de las almenas viaja el viento contando leyendas y susurra entre las piedras batallas ganadas y el poder perdido. Ese viento que otrora los fieles de Jaén invocaron en rogativas para calmar la epidemia de cólera y que al grito de ¡sopla! ¡sopla! expulsaron la maligna nube que se ceñía en Jabalcuz, viento que les trajo dicha, pero que ya nunca más pudieron parar.
Ilustraciones de Víctor Ezquerro Páez.


Hacia el norte la Torre del Homenaje se levanta esbelta y erguida, dejando pequeñas a las demás, a su derecha la Torre de las Damas, por la que se entra al castillo y la única que puede ser visitada, aunque ahora está en obras de restauración y no la pudimos ver. Más a la derecha la otra torre albarrana mandada construir por D. Miguel Lucas de Iranzo para celebrar los esponsales de su hermana y que convirtió en la Capilla de Santa Catalina de Alejandría. Santa a la que se atribuye en leyendas la conquista del templo, bien en los sueños de Fernando III tras sitiar una ciudad que no podía conquistar y que tras la aparición de la santa, Al-Hamar le entregó las llaves, o en otra más sangrienta en la que la santa aparece cortando la cabeza del rey moro con una rueda de cuchillos junto a la Torre del Homenaje.


A la izquierda de la Torre del Homenaje se contempla toda la sierra, con los montes altos que parecen competir en fortaleza. En diferentes mesas se puede apreciar la evolución del Castillo en los diferentes siglos de ocupación, desde los íberos, musulmanes, cristianos y hasta las tropas napoleónicas en el siglo XIX.


Una mesa de interpretación nos recuerda los nombres de los montes que nos rodean, quiero recordar que uno de los que se aprecia en el centro es el Mellado o algo así, por el mordisco que le da el cielo a la cornisa del monte. Los olivos apenas llegan a las laderas más altas, quedando en las bajas como faldones verdes a topos sobre la tierra.


Por fin marchamos del Castillo de Santa Catalina, un monumento especialmente atractivo, lleno de historia y que te hace sentir un poco diferente, arropado entre montañas y protegido por almenas y torres que te protegen de lo malo por venir, las piedras hablan y al marchar, de nuevo la armadura parlante nos vuelve a dar el alto a la entrada del castillo, ni caso ni le hacemos y le abandonamos tras de nuestras espaldas dejándole hablar con su ruido metálico y falso.

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