miércoles, 14 de noviembre de 2012

¡A mi las armas!



Dentro del patio del Museo Arzobispal de Zaragoza, la fiesta del Mercado medieval prosigue, guiando nuestros pasos como los de unos zombies que todo lo quieren ver. El patio se encontraba jalonado de columnas y esculturas, al fondo el bar con la gente sentada y disfrutando de una merecida sombra, y justo al lado, un tenderete con armaduras, espadas, yelmos, morriones, cascos, guanteletes, escarpes, quijotes, alabardas, ballestas y diferentes armas de guerra se ponían a los ojos de mi sobrino Unax, pasado un segundo ya lo estaban vistiendo como en el mejor de sus sueños.


Lo primero que le colocaron fue una capucha de tela o crespina sobre la cabeza, para luego ponerle el almófar. A Unax en cuanto se lo colocaron le sorprendió su peso, sobre su mente de niño se imaginaba como el mejor de los guerreros, pero nunca había pensado lo que podía pesar lo que llevaban encima esos valientes soldados.


Aguantando como podía su cabeza en alto, le dejaron elegir casco para su aventura medieval, de entre los que veía, eligió el menos brillante, pero el que le parecía más temerario. Su ansia crecía, con la ilusión del que hace algo por primera vez y tal vez única, se encontraba emocionado, vibrante.


Le colocaron el casco sobre su cabeza y el niño desapareció, para cobrar vida un niño guerrero al que le habían dado una espada de duro hierro. Sus ojos infantiles se vislumbraban a duras penas entre las oquedades del casco. Por dentro el lo veía todo oscuro, apenas tenía ángulo de visión, pero se sentía mejor que nunca.


Pero la espada pesaba y mucho, su ligero cuerpo se cimbreaba entre el peso del casco y el de su tizona. Jamás hubiera pensado que era tan dura la vida de esos caballeros medievales a los que veía en las películas saltando y atravesando armaduras con una facilidad pasmosa.


Por unos segundos ahí se quedó, disfrutando de un sueño infantil, en el que mirándolo fijamente, yo no hacía otra cosa que tener mucha envidia. Lejos quedaban mis espadas y cascos de pequeño realizadas en cartón ondulado de cajas, que se quebraban al primer ataque. Le miraba y ciertamente, sentía mucha, pero que mucha envidia.

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