martes, 26 de junio de 2012

Los autobuses de línea y los abuelos profesionales



Amanecía el día con un sol radiante, los sonidos de la ciudad comenzaban a dominar sobre el silencio de la noche y entre coches y semáforos llegaba a la estación de autobuses para tomar el autobús que me llevaría a Teruel, evitando el coche ya que la vuelta la hacía con mi amigo Raúl. En la estación laberíntica buscaba una ventanilla de información para saber si en algún sitio tenía que visar el billete, a lo lejos vi un puesto de información y me confirmó que no hacía falta.


Más tranquilo vagué por los andenes observando la gente curiosa que se agolpa a las mañanas, grupos de abuelos con sus múltiples bolsos, bolsas, maletas y maletos con todo preparado y revisado se preparaban para ir a la playa a disfrutar del sol, junto a ellos, algunos jóvenes inmigrantes soñando con el reencuentro o con simplemente trabajo, otros despistados preguntando, sobre los que se abalanzan los jubilados, desinformando más que informando y con los que entablan una conversación que ya no sueltan ni al subirse al autobús. En mi paseo veo la ventanilla de la compañía que realiza los viajes a Teruel y por si acaso, vuelvo a preguntar lo de los billetes, nada tengo que perder, y por suerte mucho que ganar, efectivamente había que visarlos, medio sonrío de un lado y me vuelvo para el andén.


El escenario poco a cambiado, los abuelos siguen dando conversación a los novatos, les informan de las ofertas, de cómo ellos compran los billetes, con una planificación que ni los generales Napoleónicos hubieran hecho mejor, el resto con sus cascos, moviendo el dedo sobre el móvil o bostezando al día que comienza. De repente llega el autobús, los abuelos abandonan cualquier conversación y las abuelas toman el mando, le dan un grito al marido, y le indican que coja todos los bolsos, bolsas, maletas y maletos, recordándole vehementemente que no se deje nada y se encaminan hacia el autobús, —"¿Por este lado verdad?"— afirma la abuela al conductor, sin dejar opción a la duda, —"No, No, todavía no, ya les diré"— responde el conductor con rabia, como si eso ya le hubiera pasado antes. Los abuelos acomodan sus bolsos, bolsas, maletas y maletos junto al morro del autobús y justifican con los pasajeros más cercanos su actitud —"Es que, si no preguntas, luego pasa lo que pasa, a nosotros una vez…"— y vuelven a pillar por banda a otra pareja a la que no sueltan hasta que vuelve el conductor.


Ni que decir tiene, que son los primeros en subir, no necesitan ni buscar su asiento, ya llevan planeando desde hace días cómo se iban a sentar, en las primeras plazas, para ver bien la carretera, aunque su marido y ella misma caigan dormidos a las primeras señales de tráfico. Mientras, la gente sube a los compañeros de conversación los abuelos les aconsejan, —"¿Qué número tiene? ¿el 23? Ufff, eso es mucho más atrás"—, los aconsejados marchan a sus sitios acomplejados, y pensando que su sitio está en el fin del mundo. Una vez todos acomodados, el autobús de línea parte hacia su destino, al salir, cortinillas que se cierran y cascos que se embuten en las orejas para llevar mejor el camino.


Sin película y tan sólo armado con mi iPad y mi iPod, llevo lo mejor que puedo el viaje, cerrando y abriendo esa escotilla superior que hay sobre mi cabeza y que más que el aire acondicionado, es una espada láser que taladra mi cerebro. La llegada está próxima, se nota por que siempre hay gente que comienza a prepararse minutos antes, se preparan sus bolsas anudadas y salen al pasillo para tomar la salida a meta mejor, pese a que el autobús para bruscamente y bambolea al abuelo en el pasillo, nada le hace desistir de su logro, y en un visto y no visto ya está bajando las escaleras. A mi me vienen a buscar y al poco ya estoy en Gea de Albarracín, disfrutando de asomar la cabeza a una ventana y ver un paisaje puro y luminoso, con una leve sonrisa mientras recuerdo a los abuelos del autobús.

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