martes, 3 de abril de 2012

Zaragoza desde los tejados



Siempre es un placer observar las cosas desde perspectivas diferentes, el otro día tuve la oportunidad gracias a un cliente que ha hecho todo un edificio nuevo en el Paseo Independencia, pude contemplar unas vistas para mi desconocidas de la ciudad de Zaragoza, tan sólo eran unos cuantos metros hacia arriba pero la visión cambia y se reinterpreta hacia nuevas interpretaciones y sensaciones.


Desde arriba la Zaragoza se veía más pequeña, más aplanada, los tejados cifraban una línea en el horizonte que pocas cosas rompían, entre ellas las torres del Pilar que salían altivas apuntando a un cielo cargado de nubes. En el suelo las obras del metro conferían un aspecto de desorden a la calle, vallas, grúas y máquinas por todos los lados, mientras las personas se arrinconaban por las orillas de las aceras.


Los soportales de Independencia se veían desde una perspectiva diferente, se manifestaban como puertas que marcaban la oposición entre dentro y fuera, y los faroles en su ubicación central se destacaban mucho más que a pie de calle.


Detrás de las fachadas de los edificios nuevos y renovados, nacen las torres y cúpulas de la Basílica del Pilar, sobresaliendo en el horizonte que a lo lejos marcan las cordilleras montañosas, me hablan de su majestuosidad y grandeza, y los remates de sus cúpulas entre esferas, cruces y flechas, semejan capirotes en Semana Santa.


Al frente, los edificios se muestran nuevos, las torres mucho más accesibles y cercanas, los balcones se ven ahora abandonados y el interior abierto a los cuatro vientos. La cúpula sobre pilastras a las que acompañan antenas en sentidos paralelos, todo queda a la vista de su atalaya, de su faro, aunque no haya farero que lo disfrute.


Los tejados son crudos, son los marginados de los edificios, sobre ellos se amontonan cosas roñosas y la estética y el cuidado visual se pierde, en beneficio de las prisas y la funcionalidad. Los cables surcan de un lado a otro en combas imposibles y sobre las chimeneas los restaurantes ambientan de hambre la calle. Al fondo cúpulas y torres de iglesia compiten sobre un cielo en la que son las reinas.


Hacia el otro lado de la calle las líneas rectas predominan el paisaje, mientras una lona publicitaria rompe la fuga de las arcadas de los soportales, sobre la calle las futuras vías del tranvía confieren al Paseo Independencia un aspecto de estación de tren, de ruido y suciedad, en otro tiempo reemplazado por vehículo y bullicios de gente, que arriba y abajo, veían crecer una ciudad al compás de sus alcaldes.


Frente a mi la cúpula de La Catalana, en una de sus vistas menos conocidas, a la calle da la cara que plasma el nombre de la compañía de seguros y del que ha tomado el apelativo. El edificio de estilo historicista se muestra solemne con su templete, no puede ocultar el paso del tiempo y sus grietas.


Su cúpula se muestra coronada y un tejado plata en forma de escamas de pez la cubre y la arropa de las inclemencias del tiempo, mientras a duras penas se camufla en un cielo que se rompe a sus alturas.


Desde la monotonía que suponen tejados y más tejados, sólo las cúpulas, las torres de las iglesias y alguna antena pretenciosa rompen la llanura incesante de una ciudad, que por no destacar, no compite ni en techumbres.


Solitaria convive la torre al pie de otros tejados, invitando a subir a su balconada, siempre abierta a descubrir desde su atalaya una ciudad que se mueve de un lado a otro, en grupos ordenados y disciplinados, y testigo de la historia que a sus pies creo una ciudad con ganas de crecer.


Contemplo por última vez la plaza de España, el edificio de la Diputación se me empequeñece por momentos y reconozco sabia integración entre la mixtura de edificios que se aprecian, todos, menos la pared negra del BBVA me aportan cosas sobre una alfombra de una ciudad destrozada por un sueño a medias.


Abandono yo también mi atalaya, mi punto de vigía sobre el armazón de un nuevo tejado que se integra entre los viejos tejados, mirándolos con renovada energía y juventud, y comprobando desde allí arriba como pasa el tiempo para los vetustos edificios.


Desciendo al suelo y bajo a la realidad, una ciudad terrenal me espera, cargada de trampas y obstáculos en mi beneficio, al menos eso dicen. Tomo aire, y por un momento, dudo de volver arriba o continuar mis pasos como si no hubiera visto nada, mi ciudad se esconde entre sus edificios, protegiéndose, como antaño, de unos enemigos que no tienen rostro.

2 comentarios:

  1. Hace unos meses pude hacer un trabajo desde la azotea de la Torre del Agua y Zaragoza lucía muy bien, la verdad, muy Blade Runner.....

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    1. He visto el trabajo y la verdad que cambia mucho el punto de vista de una ciudad, el Blade Runner maño, sin duda.

      Abrazo.

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