lunes, 31 de enero de 2011

Y ni una castaña



Mañana de enero fría en Zaragoza, la gente se aprieta en sus abrigos y camina como poseída intentándo no pararse por nada, la cara fría, las manos frías, los fumadores fríos a las puertas de los bares y la castañera, ¿dónde está la castañera? ¿dónde están esas castañas calientes que te quemaban las manos y te hacían entrar en calor? Tan sólo queda un cajón verde hipermoderno que les dejo nuestro Ayuntamiento de un color verde pino que más parece un puesto de vigilancia que el hogar de una castañera.


De pequeño los inviernos eran cortos de visibilidad, principalmente por dos causas, la niebla que penetraba en la ciudad desde el ebro y luego por la dificultad que era mirar entre el gorro y la bufanda con la que me había embalsamado como si fuera una momia mi madre al salir de casa, eras como un ninja pero con bufanda de cuadros escoceses y con una bola al final del gorro. Caminabas por las calles observando y mirándolo todo y te preguntabas por qué toda la gente fumaba, hasta yo a veces fumaba (al menos, eso era lo que me parecía el vaho que salía de la boca en invierno), y allí en los soportales del Paseo Independencia cuando aún estaba el sepu, los helados italianos y el león de correos que siempre me miraba, estaban las castañeras, siempre arropadas de gente, con veinte capas de ropa, sus sayas hasta los tobillos y más allá, delantal hasta la cintura y un imprescindible pañuelo a la cabeza, y junto a un brasero sobre el que asaban sus castañas, que jalonaban dos sacos, el de castañas y el de carbón, te preparaban un cucurucho de papel en el que apenas entraban unas pocas castañas.


La primera castaña abrasaba y provocaba unos movimientos eléctricos en la boca de abrir y cerrar para intentar soportar el dolor, pero las demás ya estaban a mejor temperatura. Me encantaba ya que era el momento en que mi padre o mi madre, me quitaban la bufanda como si fuera una peonza para dejar al descubierto por encima de mi nariz una línea horizontal de la marca que me había dejado la misma, por fin tenía cara y manos, ya que también me podía quitar los guantes de lana con bolisas para poder comer las castañas calentitas, en las que te tenías que dejar a veces la uña, pero merecían la pena. Apenas recuerdo ese olor a brasa mezclado con el olor de la ciudad en invierno, pero ahora en pleno siglo XXI ya no nos podemos parar ni al calor, ni al olor de una triste castaña.

6 comentarios:

  1. Qué recuerdos los de las castañeras!!! Ese olor me encantaba y afortunadamente todavía lo conservo. Hace más de 35 años estuve en Zaragoza tres meses y recuerdo ese Paseo de la Independencia con los Almacenes Gay y Radio Juventud (es lo único que recuerdo) pero de las castañeras no me acuerdo jajaja

    Me ha gustado leerte, un abrazo

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  2. Eso es que no viniste en invierno, gran suerte la tuya.

    Gracias por pasarte por aquí.

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  3. Pues yo reconozco que nunca me han gustado las castañas asadas, crudas sí. Ya ves, rara que es una....
    Pero vamos, mis recuerdos de los inviernos en Vitoria son de cielos grises, encapotados y muchas nevadas cosa que me encantaba porque jugábamos muchíííísimo mis hermanos y yo, con ella. Eso sí, era entrar en casa y en la misma puerta nos quitábamos las botas y toda la ropa, mi madre ya nos tenía preparada la de estar por casa, porque la verdad es que si entrábamos más adentro se lo dejábamos todo perdido de lo mojados que regresábamos.

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  4. Si es que un poco rara siempre has sido, mira que no gustarte las castiñitas calientes, aunque por lo que dices parece que te gustaba más darte una castaña con la nieve, que es otra forma de comerse una castaña, ja, ja.

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  5. Era inviernoooooo!! Y jamás he vuelto a pasar tanto frío jajaja... joder con el cierzo... me tiré los tres meses entumecido...

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