jueves, 22 de marzo de 2012

Leache I: la calle Mayor, arriba y abajo



Comenzaba agosto, se habían ya acabado las fiestas de Anguiano y nos tocaba la segunda parte de las vacaciones de verano en Leache, cuando éramos críos, mi hermano y yo, las deseábamos con locura. En Leache, el pueblo de mi madre, nos sentíamos libres, teníamos amigos y todos los días eran una aventura, carreras de bicis, partidos de fútbol en el atrio, cazar pájaros, buscar culebras, levantar piedras para ver escarabajos, depósitos que eran piscinas sin clorar, contar historias a la luz de la luna al compás de una orquesta de grillos, y tantas, tantas cosas, que se acortaban los días al compás que crecían los recuerdos.

El primer día de llegada mientras mi madre nos despachaba de casa y se quedaba limpiando telarañas y quitando el polvo, la suerte de que mi hermano fuera alérgico a esos ácaros nos daba libertad que queríamos desde el primer momento, mi padre organizaba todo y ya preparaba su próxima chapuza en la casa. Leache es un pueblo pequeño de Navarra, donde acaba la carretera  y pegado a Aibar, casi de juguete, precioso y con casas que guardan silencio de historias pasadas, las calles aún en verano siempre parecen vacías y sólo en agosto los críos las llenábamos con nuestras bicis, raquetas y balones, Leache es tan pequeño que no sale en el mapa, pero bebiendo vino, nos conoce hasta el Papa, cantábamos en fiestas y este estribillo le venía que ni pintado al pueblo. Todos nos conocíamos, para nadie éramos desconocidos, yo era Matías, ya que decían que era igual que mi abuelo y por lo tanto me asignaban como hacen en el pueblo una casa de origen o de referencia, y a mi me tocó casa Matías, cuna de los Goñi en Leache, a mi hermano le sacaban parecido con mi padre, así que no le asignaban casa y le conferían orígenes riojanos.


Nuestra casa se encuentra en la mitad de la calle Mayor, y es una calle que se empina hacia el ahora recuerado templo de San Martín de Tours, que para nosotros era el frontón, hacia abajo se llegaba al atrio de la iglesia que a última hora de la tarde era nuestro lugar de encuentro. Después de repasar los últimos restos del verano pasado en la bodega y comprobar que las bicis seguían intactas, oxidadas, pero intactas,  cerrábamos la puerta con gatera a nuestras espaldas, nos sentábamos en una piedra banco que estaba justo al lado de la puerta calentándonos con un sol de justicia, la casa aparecía blanca, pero todavía recordaba su fachada de piedra que nosotros ocultamos para dar solidez a la casa.


Ya fuera mirábamos a la izquierda, hacia la casa de la Satur, siempre vigilando desde su balcón detrás de los visillos, y Lucio su marido en el huertecito que tenía enfrente de nuestra casa, sin dejarse ver, ambos dos ya fallecidos; más a lo lejos un vistazo a casa Arlegui, pero de las Lusarreta ni rastro, ni tampoco de sus primos de Sada, y más a lo lejos casa Jaime y casa de Orden al final de la calle. Hacia ese lado todo en silencio y con un sol cayendo de justicia sobre las paredes blancas, sólo de pensarlo fatigaba encaramarse cuesta arriba. Todavía era el último día de julio y las hijas de la Anastasia todavía no habían llegado, en casa Bernabel no se oía a Javier con su pequeña bici golpeándose por las esquinas, ignoraba si este año seguiría siendo para él su "gran Tais" que así me llamaba, en un intento de decir David, para no confundirme con el otro David del pueblo, el de casa Casimiro.


Hacia abajo se abría la calle dejando ver los muros de la iglesia, y enfrente la casa de Raimundo, ya fallecido y María, su mujer, la pregonera que me parecía oírla con su cornetín informando que había llegado el Pescatero al pueblo. Al final de la calle casa Antón, lindando con la calle que lleva a casa de Sarijuán, estirábamos nuestros cuellos por si se veía a nuestro amigo José Javier, pero a esas horas siempre estaba en el campo trabajando. Ni en un lado ni en otro un alma hacía acto de presencia, el sol caía de pleno obligando a buscar la sombra de las calles de piedra y tan sólo algún perro a lo lejos rompía la monotonía de un cálido día de verano.


A la vuelta de casa se abría la placeta que conformaban la trasera de la iglesia, la casa que hizo mi abuelo, ahora de los de casa Martinillo y casa Chiborro. En el centro, junto a la fuente que ha quedado ahora, estaba la antigua carnicería, ahora eliminada que con sus paredes blancas empequeñecía la pequeña plazuela. Allí tampoco había nadie, miraba por si Blanca Esther aparecía por la puerta, pero hasta más tarde y en el atrio de la iglesia no nos juntábamos todos, diferentes edades, diferentes sueños, pero un mismo sol que nos lo hacía ver todo de forma distinta. Enfilábamos camino al atrio, camino a la plaza principal de Leache, tal vez allí habría alguien.

3 comentarios:

  1. Qué sería de los niños de 40 años sin Miliki ! Un tío como él no muere nunca porque está siempre en nuestra memoria. Cómo olvidarlo a él y al señor Chinarro.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Qué grandes ratos nos han hecho pasar! A quién no le hubiera gustado darle un tartazo al Sr. Chinarro.
      Un saludo. Ya te hechaba de menos.

      Eliminar
  2. En ese barrio lo que sois es un poco guarros. No tenéis escobas ? Pobre coche. Aún quedan unas horas para que acabe el 21. Todavía se puede acabar el mundo.

    ResponderEliminar

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...