viernes, 23 de marzo de 2012

Leache II: el atrio, el lugar de encuentro



Bajamos la calle Mayor hasta toparnos con la calle que lleva directamente a casa Sarijuan, allí, antes de llegar, sobre la frondosa planta que trepa sobre la pared me parece ver a Sabino, ya fallecido hace tiempo, con su jersey azul con cremallera, su cuerpo blando y flaco, cuatro pelos disparados sobre su cabeza y unos ojos redondos y rojizos en sangre. Le mirabas y te miraba, andabas y te seguía con la mirada, te volvías y ya había desaparecido sobre su cuerpo frágil y giboso. Falleció hace años ya, pero nunca tuvo en su casa cuarto de baño, marchaba por los caminos en busca de huecos y piedras que eran su mejor inodoro, Sabino era así, era de otro tiempo.


A la izquierda se enfilaba hacia la carretera, hacia casa Castillo y casa Gorria, con Alfonso, Oskicar, Félix y la Lola, toda un clan para fiestas en agosto. Allí se marcaba el final de la carretera, un camino con fin, pues allí, a la entrada del pueblo tiene puesta la meta a los coches. De pequeño este suceso me hacía mucha gracia, a todo el mundo le contaba que el pueblo que más me gustaba y de donde era mi madre, era un pueblo donde acababa la carretera, y le daba un toque místico a la conversación en la que todo el mundo se imaginaba una carretera abandonada que alguien había cercenado con un cuchillo.


A la derecha nos topábamos con el ábside de la iglesia de la Asunción y sus contrafuertes que eran el refugio lógico cuando jugábamos al escondite desde el atrio. Cuando llegabas, sus grandes muros de piedra siempre imponían, y le daban un punto románico a los ojos de un niño en un pueblo en el que se creía que nunca había pasado la historia. A la izquierda se abría la escalinata que abría paso a una de las entradas del atrio y que para nosotros no era más que una de las porterías de nuestro mini campo de fútbol.


A la izquierda en la plaza principal se abre casa Antón, todavía desde su puerta me parece ver salir a Benito, Pedro Javier, a Iñigo o al abuelo, y sus coches ocupando parte de la plaza. Al fondo donde ahora se han restaurado unos arcos de la plazoleta, había dos graneros o lonjas, con sendas escaleras de piedra que servían de buen sentadero las tardes y noches de baile en las fiestas de agosto.


Ahora desde los arcos se puede contemplar toda la trasea de las casas y queda un patio al que se accede a través de una escalera que compensa todo el desnivel y donde se ven las traseras de casa Salaberri y casa Sarijuan. Para nuestros ojos de niño estas vistas nunca existieron. Según reza en la placa "en los siglos pasados, los agricultores-ganaderos de Leache en sus fincas alejadas de la población, construyeron corrales, donde guardaban sus ganados, ovejas y vacas y les servían de refugio. Eran construcciones de piedra, con una parte descubierta, la barrera, con tapias de más de dos metros, y otra rectangular, cubierta con techo de dos vertientes, construida con vigas de madera de roble, cubiertas por ramas de boj y tierra, sobre la que se asentaban las losas de piedra del techado. En muchos casos, el tejado se sustentaba en una arquería central de cinco arcos, elemento principal de la obra. En la actualidad, todos están destruidos, pero los dos últimos arcos han sido trasladados e instalados en el centro del pueblo, como recuerdo y homenaje a nuestros antepasados que los edificaron".


A la derecha casa Salaberri, donde no paraban y paraban de salir familias y hermanos, Elicio como jefe del clan, y Enrique y Oscar como los hermanos más pequeños y con los que nosotros más estábamos, Oscar con su eterno acordeón sonando por las esquinas a ritmo de rancheras y jotas navarras. A la derecha casa Moriones, hoy actual ayuntamiento de Leache y cuna de la familia Moriones, esta casa la levantó y rehabilitó sobre la antigua Francisco Moriones Zabaleta, el padre del General Domingo Moriones y Murillo que nació entre las paredes de la antigua casa.


En el otro lateral del atrio, la casa del cura, con sus dos arcos ojivales de la antigua iglesia y los restos de algún avispero tapado sobre el quicio de la puerta que sembraba el pánico en algún día de verano cuando al pasar por allí nos atacaban vilmente. Esta cuesta ligera que acaba en casa Moriones tuve el honor de probarla en primera persona, una mañana de domingo en la que con nuestra familia de Sorraco habíamos decidido ir a pasar el día a Leyre, mi madre me mandó a decirle algo a mi tía Pilar, me monté sobre mi bici y mientras las campanas de la iglesia tañían y la gente acudía a misa, yo tomaba las curvas como si me fuera la vida en ello, enfilé la cuesta y doblé a la derecha sobre la calleja que se ve en la foto, con tal velocidad y tan mala suerte que me comí el coche de mi primo que iba para Sangüesa a comprar costillas para la excursión dominguera.


Mi bicicleta impactó sobre el morro de su Citroen GS y yo salí despedido hacia atrás, para divertimento y susto de todos que estaban en el atrio de la iglesia esperando a entrar en misa. Todos acudieron a mi socorro y yo todavía aturdido decía que estaba bien, aquel domingo acabé en mi habitación dolorido y acabando con la excursión de un domingo que prometía.


Otro día, y mostrando mis aptitudes deportivas, le cogí la bicicleta prestada a Jose Javier, su bici era una BH sin frenos, en la que con habilidad ponía la zapatilla sobre la rueda de atrás y conseguía frenar a tiempo, con valentía y temeridad tomé su bici, di unas vueltas sobre la plaza y comprobando que no era tan difícil manejarla tomé la cuesta de la calle mayor, doblé por casa Chiborro y bajé por la cuesta de la casa del cura, ya ganando velocidad procedí a sacar mi zapatilla al vuelo y volví mi mirada para colocarla bien, que no era cuestión de meterla entre los radios, y entre que miraba donde y que ponía la zapatilla me topé con todos los dientes en los muros de casa Moriones, dejando mi autorretrato y mi nariz doblada sobre la pared, ante el nuevo susto y risas de todos mis amigos, José Javier, por supuesto sólo miraba por su bici, y el resto por mi estado. Además dio la casualidad que mi madre junto con mis tíos Pilar y Fabri lo vieron todo en directo, ya que volvían por el camino de la carretera de dar un paseo. Así que ya lo sabéis, nunca oséis dejarme una bicicleta, mis amigos de entonces lo tenían bien claro.


Y finalmente estaba el atrio de la iglesia, con la campana siempre dispuesta a llamar a misa, en un pueblo en el que había que ir siempre, bien el sábado por la tarde o el domingo por la mañana, si no querías que te pusieran falta, y en una misa donde entonces todavía se ponían los hombres delante y las mujeres detrás. El atrio se encontraba nivelado respecto a la plaza, salvando la inclinación de la misma, y el murete que la rodeaba nos permitía celebrar buenos partidos de fútbol en los que críos de todas las edades corrían detrás de un balón y los más pequeños iban siempre detrás de los que encaminaban el camino de la carretera. Los árboles del atrio también han padecido muchos de nuestros ataques y alguna rama todavía tiembla cuando nos ve pasar.


En ambas dos esquinas se encuentran dos zonas resguardadas del atrio y que los días de viento y frío nos ayudaban a protegernos por su estratégica ubicación, donde más estábamos era en esta zona, sentándonos a la izquierda sobre un arco con cruz descentrada que perteneció a la antigua iglesia de San Martín de Tours, que estaba en el frontón, y que en 1955 la trasladaron aquí haciendo un monumento a los caídos de la Guerra Civil en esa placa de mármol blanco, que nos contemplaba y escuchaba en nuestras conversaciones de anocheceres de verano mientras nos juntábamos allí Isabel, Ana Gloria, José Javier, Blanca Esther, David, Andrés, Iñigo, Oscar, Oskicar, Bea, las Lusarreta, Rafa y Espe de Sada, mi hermano, yo y otros tantos de los que mi mala memoria ahora no trae sus nombres.


Y allí quedaba el atrio, la puerta de entrada a la iglesia que también adoptada de la antigua iglesia de San Martín de Tours y en cuyo refugio nos amontonábamos los hombres a la llamada de las campanas y la entrada de misa, contando chistes y risotadas, mientras las mujeres iban entrando siempre con tiempo de antelación y oían nuestras risas desde fuera. El tiempo pasa, pero los atrios quedan.

6 comentarios:

  1. Cómo me ha gustado estos dos post sobre Leache. Hace mucho, mucho tiempo que no voy allí pero por las fotos veo que está precioso.
    Y tus historias con la bici, aunque ya me las sabía, me han hecho reir otra vez, sólo con imaginarte...., qué bueno.....
    Genial, como siempre.

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    1. Espero que pronto podamos volver, la verdad es que tengo muchas ganas. Lo de la bici es que es memorable

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  2. Hola David, soy alguien que pasa los fines de semana en Leache-Leatxe y te voy a rectificar un par de cosas que están equivocadas en tu post sobre el pueblo.
    Primero,Elicio no era marido de Satur,el marido de Satur era Lucio y Elicio era el padre de Oskar, Enrique,etc...
    Segundo,los de casa Raimundo, no están los dos muertos ya que María la esposa está viva y reside en SangÜesa.
    Un saludo de una pamplonica que disfruta de Leache-Leatxe

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  3. Muchas gracias a ti amigo por la rectificación, efectivamente mi mente me ha jugado un cruce de nombres, Lucio era el marido de la Satur, y si no recuerdo mal era de Izco, y Elicio es el padre de Oscar y Enrique. A María hacia tanto tiempo que no la veía que pensé lo peor, pero me alegro de que esté en Sangüesa. Un saludo amigo pamplonica y si me ves por Leatxe esta primavera no dudes en saludarme. Y todo rectificado.

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  4. Hola David, soy Bea de casa Gorría Hermana de Oskicar como le recuerdas. M han encantado los dos artículos y tengo q reconocer q hasta s m ha escapado una lagrimilla. Como recuerdo tu bici y el pedazo sillín q gastaba,siempre llevaré en el recuerdo y en el corazón las risas q m echaba con tus ocurrencias, y siempre q oigo la canción de Machín "Angelitos negros" t veo cantandola mientras pintabas la puerta d entrada d tu casa, ya sabes esos recuerdos q s t quedan grabados. Muchos besos y ójala más pronto q tarde volvamos a vernos.

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    1. Beatriz, que recuerdos con tu pelo liso y rubio ondeando al viento con la bici heredada de tu hermano y que aunque vuestras piernas crecían, la bici misteriosamente menguaba. Me ha encantado lo de Machín, yo ya ni me acordaba. Ójala que nos veamos pronto, me encantaría poder volver a vernos todos, prometo volver pronto.
      Un beso muy grande.

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