Cuando eres pequeño (o no tanto) y tus padres te llevaban, en las vacaciones estivales, a sus pueblos de origen para que revivieras sus fiestas patronales, hay un poco de que a ese niño lo manosee y besuquee la familia, y un mucho de no perder el pasado de los padres que ese niño urbanita desconoce. Recuerdo los ojos con los que miraba esas casas hace más de 30 años, sus puertas de madera, desencajada en algunos casos o casas, repintada y vuelta a pintar de un marrón brillo que hacía desaparecer cada vez que se pintaba, un poco más al timbre, que iba ganando un color marrón por los laterales que lo afinaba cada vez más. Las paredes de dentro eran de colores verde claro o blancas con grietas que parecían los ríos que nos tocaba estudiar y dibujar sobre los mapas, en los marcos de las puertas interruptores de ruleta para encender unas bombillas de 125 vatios, que apenas iluminaban el día a día, clavos sobre los que colgaban las cosas más insospechadas y un ambiente que marcaba otra vida.
Pero si había algo que me sobrecogía y me sigue intimidando era subir al alto (el ático le llamamos en la ciudad), la puerta que permitía su acceso separaba dos realidades, y rugía delatando al que la osaba atravesar, ver las escaleras empinadas y hechas de manera casera sobre las paredes de adobe te llevaba al mundo de lo desconocido, subías cuando nadie te creía ahí y las escaleras de madera ponían melodía sonora a cada paso infantil que hurgaba en el pasado, apenas mi pequeña cabeza asomaba por la línea que delimitaba el suelo, un horizonte de pasado y de historias se dibujaba al mirar libros viejos, herramientas oxidadas de las que desconocía su uso, cabeceros de cama que podrían contar muchas alegrías y muchos llantos, comida colgada a favor del viento, cajas de madera cubiertas de telaraña y polvo que refugiaban en su interior mil y un misterios, maletas viejas de bandas y correas de cuero, colchones de lana enrollados como un fardo, cananas de escopeta con algún cartucho vacío delatando su uso, y tantas, tantas cosas desconocidas que en mi mente trazaban el relato de sus hechos que mi imaginación recreaba pensando las historias del por qué de cada cosa.
Mi infantil cuerpo se mostraba nervioso de excitación, tan nervioso que me entraban unas ganas terribles de mear, a las que me quería negar por seguir disfrutando de ese momento tan íntimo entre el pasado y yo, pero era inútil, pese a que apretaba mis rodillas se disparaba la señal de emergencia y tenía que emprender camino de regreso precipitadamente sobre las mismas escaleras que hacia abajo parecían todavía más grandes y mucho más ruidosas, para bajar por otras escaleras y llegar al baño y satisfacer tan perentoria necesidad. Después intentaba volver de nuevo a mi lugar secreto pero cuando apenas había iniciado el retorno, una voz de madre me preguntaba qué estaba haciendo por arriba, a lo que contestaba "nada, mamá, nada" y deshacía mis pasos soñando en poder volver pronto a los recuerdos del alto.
Ohhhhh, ese sitio misterioso que ya ha desaparecido. Un atico no tiene ni punto de comparacion con...." el alto".Era como una peli de Hichtcot (o como se escriba), je,je.Yo recuerdo mucho el de la casa de mi abuela.A ti te toco visitarlo, David??? Te olvidaste de nombrar que tambien estaban en el los instrumentos de LA MATANZA. Esa maquina de hacer chorizos cubierta con una sabana, y que decir del DALLE. Se me acaban de poner los pelos de punta.Chao
ResponderEliminarCierto, cierto, recuerdo esas cajas de madera donde se dejaban los jamones para salar y se hacía el mondongo, y el dalle ciertamente. Por pena no visité el de casa de tus abuelos, pero sería todo un micromundo.
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