Danza de Anguiano III: las escaleras

Tras los últimos redobles de tambor el hueco de gente se abre y uno de los danzadores se abre camino hacia las escaleras, es un momento de suerte o verdad, ellos no saben donde puede caer el zanco, giran y se lanzan, así son los danzadores.

Seis peldaños que se hacen eternos y al final de ellos los brazos de los anguianejos los recogen, los acogen, con un fuerte impacto y en muchas ocasiones con algún zancazo en la tibia o la rodilla.

Uno a uno se van dejando caer, al ritmo de la música, moviendo las castañuelas al compás, con los brazos semi-levantados, buscando el abrazo que significa la llegada.

Todos los miran, observan sus faldas que vuelan y los chalecos que vuelan mientras el cuerpo se cimbra en cada vuelta.

Cada uno las baja con su estilo, algunos a toda velocidad, como si lo que tiene que pasar que pase cuanto antes, otros despacio, como en cámara lenta. Todos consiguen parar el tiempo en el momento que bajan las escaleras.

El silencio sólo se rompe con gritos agudos, al balancearse el danzador hacia un lado y la caída parece inminente, la suerte le endereza y todo acaba con gritos de cariño por parte de sus conocidos.

Hoy es un día de suerte, el sol calienta las cabezas y los esfuerzos atemperan el alma, la música sigue sonando y las escaleras cada vez se hacen más cortas.

El último danzador rompe el silencio a toda velocidad, casi no da ni tiempo de disfrutar la última bajada de las escaleras, al dejarse caer la música cambia y el redoble indica un cambio de tercio.

En la calle enfrente del atrio, en la que mueren las escaleras los danzadores bailan enfrentados en señal del triunfo conseguido, castañuelas y dulzainas se funden en la mañana.

Los zancos vuelan hacia atrás y cuando la música cambia giran sobre sí mismos, haciendo volar sus faldas de Damasco de color amarillo sobre el gris empedrado de la calle.

Ahora, la cuesta les espera, el gran momento de los danzadores.