De regreso de la ermita, pasado el mediodía, la cuesta permanece tranquila, esperando a su cita, solitaria momentáneamente, en poco sus piedras serán el camino de zancos que giran y personas que miran apelotonadas sobre las paredes de las casas.
Un cartel anuncia el rito todo el año, sobre su chapa balines de niños traviesos, a sus pies muchos danzadores han bajado, muchas historias, entre ellas la de mi abuelo que bajo algunos años, mi padre sólo lo intentó una vez, y sus hijos ahora la miran y la contemplan, rodeados de esa magia que se crea en los momentos anteriores a su bajada.
En nada la cuesta parece otra, la gente empieza a llegar al olor de la fiesta ancestral, la gente ocupa puestos para poder ver de la mejor forma posible la danza.
Sobre el atrio de la iglesia unos zancos impolutos y nuevos esperan a su danzante, concentrados y solos, llenos de madera recién lijada, al sol de un día de septiembre. Hechos con madera de haya de los árboles cercanos al pueblo, se labran a la altura correcta de 45 centímetros, que tras los días de danza acabarán con seis u ocho centímetros menos por el desgaste con las piedras.
Los danzadores descansan a los muros de la iglesia de San Andrés, mientras las campanas repican, el camino a la ermita parece no pasar huella, la tranquilidad reina en el ambiente.
Risas y comentarios banales, nada anticipa lo que está por venir, la gente llega poco a poco, todo se mueve lentamente.
Sobre su chaquetilla los colores de la chaquetilla, rojo, azul celeste, verde, rosa, marrón, amarillo, azul marino y naranja. Una paleta de colores en zig-zag con los colores de la Rioja a los que se suman el azul del cielo y del agua, y la rojiza tierra marrón.
Sobre las paredes de la iglesia con energía algún danzador remata los zancos, limando su punta, dejándola lo más roma posible, para que agarre mejor en el suelo.
Ya el atrio está lleno, la gente llega con sus mejores ropas, sus mejores galas, los zancos esperan a ser colocados, en un rito entre veteranos y danzadores, a cada uno sólo le ata los zancos el mismo, el tiempo se convierte en experiencia, y la experiencia en seguridad.
Ricardo, más conocido por Richar, aparece pronto a su labor, primo de Ana, danzador veterano de muchos años, y muy buena gente. Charla con unos y con otros, como si fuera un día cualquiera.
"Venga que hay que ir empezando" se oye la voz de un mayor por el fondo. "Tranquilo, que todavía hay tiempo. En cinco minutos empezamos" le dice Richar al danzador en voz más baja.
Todos los danzadores dan indicaciones y ajustan bien sus pies, protegidos con almohadillas para tener la presión justa sobre ellos, que no se muevan y que no hagan daño.
Las manos recias de los veteranos aprietan con fuerza, con energía, sabiendo muy bien lo que hacen, nudos ya aprendidos de tantas veces de hacerlos.
Sobre las mangas de la camisa blanca una roseta de colores ajustada con un botón, ajusta la camisa al brazo.
Mientras los veteranos anudan, vecinos saludan, la gente pregunta y todos respetan un momento tan íntimo y personal, que comparten en público.
En cada rincón del patio de la iglesia todos los danzadores ajustan sus zancos, aprietan sus pensamientos.
Los que van acabando, solicitan un poco su momento, el barullo ya comienza a ser atronador, las familias se agolpan, y los danzadores buscan un segundo de tranquilidad.
Sobre los zancos los nombres y fecha, un recuerdo que nunca olvidarán.
Los más rezagados siguen ajustando los zancos, las almohadillas se aprietan con fuerza y las zapatillas de esparto se centran en el zanco. Las cuerdas de cáñamo se ponen a prueba y la tensión se traslada a un ritual de fuerza y pasión.
Algunos prefieren vestirse de pié, sobre los zancos ajustan las enaguas blancas sobre sus pantalones negros, se anudan en un lateral.
Ahora, lleno ya el atrio, los danzadores se levantan sobre la gente, desde su altura lo contemplan todo, pero no ven nada, cada uno está a lo suyo, concentrados en lo que viene.
Por último ajustan las castañuelas a sus dedos, los pulgares las sostienen con fuerza, y para probarlas agitan sus brazos, sobre el barullo de la plaza resuena el claqueteo de los danzadores en distintos rincones.
Desde la paz de la iglesia se observa la escena del exterior, los danzadores van llegando al centro del atrio y la gente comienza a hacer un corro natural para arroparlos.
Poco a poco los ocho danzadores se van agrupando, prueban los zancos levantando sus piernas hacia atrás, a la vez que abren sus brazos al exterior, agitando el sonido de sus castañuelas.
A una voz del cachiberrio, un danzador sin zancos, juglar capaz de decir versos dedicados a la santa y satíricos con las autoridades, que agarrando una cola de caballería seca en la mano, la agita dando comienzo a la fiesta, en el ambiente resuenan sus versos a Santa María Magdalena, patrona de todos los anguianejos: "si alguna tormenta viene y no la pues detener, mándasela a los de Baños, que tienen mal proceder".
El sonido de las dulzainas y el tamboril se abre paso al bullicio que doma en silencio en segundos, un sonido primitivo, antiguo se hace dueño del lugar a los pies de la iglesia, el rito está a punto de empezar.
Los danzadores bailan acompañándose de sus castañuelas, se cruzan entre ellos y giran sobre sí mismos, tras unos minutos, el tambor tañe precipitadamente, pronto todo va a comenzar.
Buen trabajo !!!
ResponderEliminarGracias amigo.
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