Este fin de semana pasado eran las fiestas de Gracias en Anguiano, las fiestas de final de septiembre, las fiestas de gracias por la cosecha, unas fiestas arraigadas en lo más profundo de los tiempos y que culminan con la bajada de la cuesta por los danzadores, riesgo por riesgo, es la moneda de cambio que se pagaba antes a la diosa tierra.
Fiestas que inundan en parte de color un pueblo plagado de tonos grises y marrones, de gijarros del Najerilla y de adobes con vigas carcomidas de sus casas. Todo contrastado de las casas nuevas que poco a poco van inundando y renovando la bonita esencia de un pueblo. Los globos sobre los aleros son el contrapunto de color, con un Bob Esponja, que ve mejor que ninguno lo que sucede en la plaza.
La cuesta de los danzadores se convierte en el eje de unión de todo, al rematar en la plaza es escenario de verbenas, de sentadas y de caídas a altas horas, por el día la alfombra de danzadores y espectadores que nunca faltan a su cita.
Las barracas ya cada vez van siendo menos, septiembre nunca es como las fiestas de julio, pero ahora tan sólo acompañan a la fiesta con sus bandas sonoras de Camela un tiro al pichón, unas camas elásticas y una churrería, aún así son la atracción de los casales y los niños son atraídos hacia ellas como por un imán, y estiran y estiran las camisas de sus padres hasta que consiguen que les compren unas fichas.
Mi hermano también vino a las fiestas, tan sólo con Daniel, mi sobrino, Carolina tenía unos cursos por Madrid, nos vimos poco, pero algo más que lo que estamos acostumbrados en Zaragoza por el día a día. Por la tarde noche no se le ocurrió otra cosa a Daniel que ponerse a jugar con su padre en la puerta del baño, y el juego acabó como acaban todos estos juegos cuando hay un niño en una de las partes, con el niño llorando, esta vez con razón, sin darse cuenta metió dos dedos en la parte de las bisagras de la puerta, y al ir mi hermano a cerrar la puerta, se los pilló y tuvieron que bajar corriendo a Nájera. Daniel, a pesar del estropicio se portó como un valiente, y ya de regreso con los dedos convertidos en salchichas blancas, jugaba como si no le hubiera pasado nada.
Por la noche bares y bares, todas las generaciones se agrupan al calor del bar, aunque este año el tiempo acompañó y la noche se mostraba magnífica, copas en familia con cuñados y sobrinos, y muchos Piñarras por todos los lados. Todos se lucen y se saludan tras largo (o corto) tiempo sin verse.
Las malditas pipas siempre hacen aparición en algún momento de la noche, maldito manjar teñido de adicción que engancha sin notarlo y del que es muy difícil desprenderse. La noche sigue, algunos nos retiramos pronto, otros siguen y siguen, mientras por los altavoces del bar se distorsiona la música que pasa del house al "sabor de amor" de Danza Invisible con una pasmosa facilidad, cierto es que el mal sonido todo lo fusiona, pero el gusto musical queda muy en entredicho.
A la mañana siguiente los restos de la batalla quedan por las calles, la cuesta de los danzadores y alrededores se han convertido en bandejas improvisadas de la noche, restos de melopeas o puntillos, y en la mayoría de los casos restos de naufragios. Los de la limpieza madrugan y se esfuerzan por limpiarlo todo, pronto en unas horas el primer turno de gente del día empezará a llegar y todo debe de estar inmaculado.
Los casales están vacíos, tan sólo con una churrería cerrada y a sus pies el reciclaje de una fiesta, vídreos, y mucha basura que se crece hasta levantar la tapa. Ya era domingo y a lo duro de un sábado de fiesta se sumaba el sopor del último día de fiestas en Anguiano por este año.
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