martes, 27 de septiembre de 2011

Pedro Hipólito y la dieta hospitalaria



Hace ya unas semanas, Pedro Hipólito, el padre de Ana quedaba ingresado en el hospital de Santiago en Vitoria, entró en Urgencias después de llegar desde Anguiano no encontrándose nada bien, el problema era digestivo y se encontraba bastante cansado, así que nada más llegar lo ingresaron y le enchufaron varias bolsas de sangre de lo débil que lo encontraron. Allí se pasó toda una semana haciéndole pruebas y más pruebas y por desgracia sin poder comer nada o casi nada, ya que las pruebas eran de digestivo.


El fin de semana, en cuanto pudimos fuimos a verlo, primero por equivocación aparecimos en el hospital de Txagorritxu, para luego tener que ir al de Santiago que era donde estaba. Al fin llegamos a nuestro destino y tras atravesar pasillos de color amarillo chillón, que más parecían de otra cosa. Por suerte Pedro se encontraba ya bien, todavía débil, pero poco a poco cada vez mejor.


Por la mañana volví a verle, ya se encontraba levantado y deambulaba de un lado a otro en espera del desayuno, la ansiedad le invadía, tantos días sin comer tienen que ser duros, y además de prueba en prueba, así que en cuanto llegó le faltó tiempo para sentarse a tomarlo.


Sobre la pared todavía colgaba la última prueba que le hicieron, para desgracia suya una colonoscopia, pero para suerte suya todo positivo, era la última prueba y todo certificaba que un medicamento le había provocado alguna herida en el estómago y le provocaba pérdida de sangre. Por suerte acabado el tratamiento todo volvió a su estado y normalidad. Al menos ahora sabe que todo el aparato digestivo lo tiene en perfectas condiciones, que ya es mucho.


Lo peor fue lo de la dieta, ha nadie, posiblemente, le gusta lo que dan de comer en los hospitales, suele ser sosa y poco gustosa, pero a Pedro Hipólito en cuanto le levantaron la dieta le daba igual, le mandaban en la bandeja un papel con lo que tenía que comer, y pobres de las enfermeras como se les olvidara algo. Un momento antes de desayunar se me ocurrió esconderle las galletas y casi monta la tercera guerra mundial llamando al timbre de las enfermeras para saber por qué a él no le habían traído galletas, que él paga sus impuestos. Las horas de las comidas para él eran sagradas y lo más que quedaba en el plato era un recuerdo de la vajilla en la que vino algo de comida.


Nosotros, siempre tan bondadosos y buenos, bajábamos a tomar unos pintxos y unos potes al bar que estaba debajo del hospital, en el Kronen.


Desde allí con nuestros platos en la mano y muy mala baba, saludábamos a Pedro que nos miraba desde la ventana del hospital, profiriéndonos insultos mentales y saludándonos como si fuera un alto cargo del gobierno.


Desde la ventana de su habitación interior también nos despedía, por suerte el lunes por la tarde le dieron el alta, y algo cansado, pero bien, volvía a casa, había pasado toda una semana en un hospital y sin poder comer, a dieta hospitalaria, mientras salía por la puerta y los pasillos amarillos, sólo pensaba en los chuletones que se iba a comer. Salud, Pedro.

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