Arrancan al son de la música y empujan a la marea de gente hacia abajo de la cuesta, perezosos nos desplazamos con lentitud, para ocupar las mejores posiciones, la gente que lleva horas esperando se da cuenta como la gente lo invade todo, entre voces la música surge al fondo y las castañuelas rugen, los gritos de "¡qué bajan!, !qué bajan!" animan a los empujones y a las prisas.
El primer danzador se abre camino desde allí arriba, vueltas y vueltas le van llevando hacia abajo y las últimas vueltas, ante una posible caída, lanzan a la gente en su auxilio, por suerte, falsa alarma.
Mientras el primer danzador comienza a subir, otro baja a toda velocidad, cortando el aire y el tiempo con su falda y chaleco, vuelan los zancos y parece que no tocan ni las piedras.
Un hombre siente el miedo al pasar el danzador pegado a él, tanto como él se pega a la pared, un segundo, dos o tres, se le hacen eternos, el miedo le tiene tomado, tieso como un palo, pero salvado de un fatal golpe con el zanco.
Sin parar baja otro, a toda velocidad, mientras gira y gira, parece que en cualquier momento se pueda caer, no hay posibilidad de rectificar a esa velocidad, no hay miedo a fallar.
Poco a poco los músicos van bajando, empujando a los danzadores y haciendo los descensos cada vez más cortos, cada vez más intensos.
Jóvenes y más veteranos, todos bajan dándolo todo, a su llegada gritos de ánimo de sus familiares y amigos, sus nombres resuenan en una plaza al coro de las dulzainas.
Sin poder casi ni descansar, en un no parar, los danzadores caen como peonzas impulsadas por la prisa y las castañuelas.
Por la velocidad que traen al final, en la plaza Mayor, levantan sus brazos y dejan que la gente les recoja, frenando su descenso, el danzador frena su ímpetu y la gente le vitorea. Vuelta a empezar.
Sólo hay pequeños momentos de descanso, cada vez son más danzadores los que suben y sólo uno el que baja, la cuesta cada vez se hace más pequeña y la gente pegada a los laterales asoma su cabeza esperando ver al siguiente.
Cada uno marca su estilo, como relámpagos amarillos surcan la cuesta haciendo que su bajada parezca única y especial.
Ricardo, Richar, comienza a acomodarse ya por la parte baja, indicación de que ya va quedando menos para que finalice la bajada de los danzadores, tranquilidad y seguridad de saber lo que hace.
Abajo, donde estamos los que los esperamos, se abre un poco el hueco para dejar más espacio, y mientras los danzadores se nos echan encima.
Ya les quedan pocos metros, sin tanto riesgo y ya visiblemente cansados, realizan los mismos giros pero sin tanta fuerza, sin tanto vigor.
Frente a los músicos un danzador se coloca preparado para bajar, levanta los zancos hacia atrás, al igual que lo hace con sus brazos y castañuelas, se da la vuelta y se deja caer.
El cachiberrio definitivamente se abre paso a golpe de cola de caballo, con cara de pocos amigos, que sólo estalla en sonrisa al oír algún chascarrillo entre el barullo de gente, hace un gran hueco sobre la plaza.
La música no deja de sonar y todos los danzadores ya sobre la plaza realizan un último baile girando, ahora sobre llano, y haciendo repicar sus castañuelas.
La música aumenta al redoble del tamboril y acelera el baile de los danzadores que lanzando los zancos hacia atrás apuran el círculo de gente con rapidez, ante el miedo a algún zancazo en las piernas.
Un estallido de aplausos y de griterío acaba con la bajada de los danzadores, la gente se busca entre la multitud, familias que no se ven desde hace tiempo, abrazos que sueñan con otros tiempos. Poco a poco la cuesta se vuelve a quedar desnuda, esperando a que dentro de un año unos valientes lo intenten otra vez.
Me ha encantado toda la serie que has escrito sobre la danza de Anguiano. Y las fotos son espectaculares, parece que estás viviéndolo en vivo y en directo (está claro que estabas en el meollo de la cuestión).
ResponderEliminarLo dicho, unos post espectaculares en narración y fotografía.
Gracias guapa.
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